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NRSIMHADEVA
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SRI NRSIMHADEVA - MULTIPLY
Creado por juancas del 14 de Enero del 2013
123JC - El sacrificio aśvamedha: El rey entre los sacrificios
para Todos
El sacrificio aśvamedha: El rey entre los sacrificios.
Clavados en el año como cuñas estaban los tres días finales de la aśvamedha,
el “sacrificio del caballo”, que es el rey de los sacrificios: quien lo
celebra se convierte en rey entre los reyes y obtiene todo cuanto
desea. Las ceremonias duraban sólo tres días, pero todo el año convergía
hacia aquel fragmento de tiempo. Durante todo el año se advertía una
tensión escondida, durante todo el año algo pasaba que preparaba
aquellos días, como si la función última de todo el año fuera la de
converger hacia esos tres días. Después venía un año entero ocupado por
otras ceremonias, como para disolver las consecuencias.
Para
ser soberano de toda la tierra basta considerarse soberano de toda la
tierra, basta con celebrar el rito de aquel que es soberano de toda la
tierra: el sacrificio del caballo. Lo real (la soberanía sobre toda la
tierra) resulta secundario y derivado con respecto a lo mental, y con
respecto al rito resultante de lo mental.
El lugar del sacrificio y la importancia de su elección:
El
lugar del sacrificio era un terreno regular y acotado, plano, con una
ligera pendiente hacia el este. Desde sus límites orientales no debía
avistarse otro terreno parecido en ningún aspecto que pudiera
convertirse también en lugar de sacrificio. En cambio, en esa dirección
debía haber agua, una extensión permanente de agua. Por lo general una
laguna. El lugar era ante todo un espacio vacío, un claro. Sin ninguna
característica en particular. Sólo debía cumplir esa condición esencial:
que no hubiera otro espacio, asimismo común y sin ninguna
característica en particular, en las inmediaciones. Porque allí, un día,
hubiera podido irrumpir la sombra del rival. Por eso era necesario que
se advirtiese la presencia del agua.
La preparación del sacrificio.
Antes
del sacrificio del caballo hay un espacio vacío. Después del sacrificio
del caballo hay un espacio vacío, con algún residuo de cenizas y muchas
huellas superpuestas. Algunos de los utensilios indispensables para el
sacrificio eran forjados durante el sacrificio, como la vasija mahāvīra.
Forjarlo formaba parte del sacrificio. Después, al final del
sacrificio, estos mismos utensilios eran eliminados. También esta
eliminación formaba parte del sacrificio. Se diría que la preocupación
primordial de los oficiantes era la de partir de cero y retornar a cero.
Construir todo, no aceptar nada preparado de antemano, nada
preexistente. Después, destruirlo todo, no dejar rastro, como si aquello
que era elaborado durante el sacrificio tuviese la misma naturaleza del
tiempo, que se impone sobre todo y no se deja herir por nada.
Prajāpati, el ojo izquierdo y el sacrificio del caballo:
Todo
comienza, todo termina con el ojo, en el ojo. Al principio Prajāpati
vio el sacrificio del caballo. Lo vio como se ve a un animal que pasa
por delante. Pero ¿qué era el caballo? El ojo de Prajāpati.
Esto es lo que sucedió: Prajāpati miraba y deseaba, en el vacío. Su ojo izquierdo comenzó a hincharse (aśvayat). Su ojo izquierdo cayó al suelo. Prajāpati miró su ojo hinchado, separado de él, caído en el polvo, y vio que era el caballo (aśva).
Pensó entonces que, ante todo, debía volver a completarse, recuperar el
ojo. En ese momento vio el sacrificio, vio al caballo blanco con
manchas negras que pasaba, con las crines al viento. Supo que lo
mataría, que heriría la carne del caballo en su flanco izquierdo para
que su ojo izquierdo volviera a su órbita, al lugar donde estaba al
principio. Aunque quedaría el rastro casi imperceptible de una sutura.
Esa cicatriz sería la señal del sacrificio, de la vida que pasa.
La relación de Agni con el caballo blanco del sacrificio:
Agni,
el primogénito, acababa de huir. Los otros dioses se apiñaban en torno a
Prajāpati: “¡Seguidle! ¡Debe volver! Agni sólo se revelará frente a su
padre”, decían. Prajāpati, entonces, se volvió un caballo blanco. Durante largo tiempo vagó sin rumbo alguno, en todas direcciones. Mientras bebía en una laguna, vio una hoja de loto sobre la que vibraba una llama.
Levantó el hocico para mirarla. Sintió que el fuego le desollaba la
boca. También los ojos habían sido heridos por la llama. Agni se acordó
de que había herido a su padre. Mientras ardía bajo el hocico noble y
grave del caballo dijo: “Padre, te concedo una gracia, pídemela.”
Prajāpati dijo: “Quien vaya en tu busca bajo la forma de un caballo
blanco te encontrará.” Desde entonces los caballos blancos tienen la
boca roja, como desollada, y los ojos débiles. Ésos son los rastros
dejados por aquella herida, que es el conocimiento.
Utensilios y víctimas, para realizar el sacrificio del caballo:
Se
hacían largos preparativos para el sacrificio del caballo. Los
artesanos debían forjar los instrumentos. Talaban veintiún árboles para
hacer otros tantos postes, a los que serían atadas las víctimas. Hacían
falta además treinta y seis cucharas de mango largo. Cuatro carros de
cuatro ruedas. Preparaban cuatro tocados con botones de plata para la
esposa del rey-sacrificante. Cocían los ladrillos para el altar del
fuego. Forjaban doscientos cuarenta y dos cuchillos. Trescientos treinta
y tres agujas de oro, otras tantas de plata, otras tantas de bronce.
También un vaso donde debería cocerse la sangre del caballo. Recamaban
de oro tres almohadones. Reunían centenares de animales, de todos los
países. “Los animales domésticos los tienen en las aldeas; los animales
del bosque en un bosque; los animales de la montaña en una montaña; los
animales del río en los ríos; los pájaros en las jaulas; los reptiles en
las vasijas.”
La preparación de los postes del sacrificio, el hospedaje de los reyes y de los ascetas:
Así
sucedía en el tiempo de los Vedas: objetos numerosos y viejos; un vasto
espacio, vacío en gran parte, con hilos invisibles, vibrantes, entre un
fuego y el otro, entre una cabaña y la otra.
Así seguía sucendiendo mucho tiempo después, en el umbral del kaliyuga, cuando Yuthiṣṭhira, al final de la guerra sanguinaria que lo enfrentó a sus primos y que el Mahābhārata
registra, quiso celebrar el sacrificio del caballo para expiar su
culpa: los elementos eran los mismos, según las reglas antiguas. Pero
los veintiún postes para atar a las víctimas eran entonces dorados. En
torno al lugar del sacrificio se había construido, a toda prisa, una
vasta ciudad para hospedar a los reyes que acudirían, y a sus séquitos;
para acoger a los animales de todas las especies; para hospedar a los
ascetas, que descendían de las montañas para asistir a la ceremonia. “La
entera Isla de Jambu y sus muy diversos pueblos se reunió para el
sacrificio del rey.” Fue el mayor bazar que se haya visto jamás. Nunca
se vieron juntas tantas joyas y tanta vajillas en un espacio de esas
dimensiones. “Allí nadie estaba triste, nadie era pobre, nadie tenía
hambre, nadie era infeliz, nadie carecía de refinamiento.”
El comienzo del sacrificio: Preparación de pastel de arroz hervido = semen = deseo.
No era raro que el principio del rito pasara inadvertido. Se veían cuatro sacerdotes recostados. Uno de ellos, el adhvaryu,
preparaba un pastel de arroz hervido y lo repartía entre los otros. Un
acto irrelevante, normal, cotidiano. Sin embargo, era el verdadero
principio. Esa pasta blanca era el semen. Ese semen era el deseo. Para
que algo dé comienzo, debe formarse el deseo como una sustancia que se
expande, que irradia. Aquel pastel blanco de arroz, o también las cuatro
piezas de oro brillante que el rey-sacrificante repartía entre los
sacerdotes mientras comían de su cuenco. “Porque el pastel de arroz es
semen y el oro es semen.”
El adhvaryu,
sacerdote que debía cumplir un gran número de gestos, aquel cuyo
contacto con el sacrificio era tan estrecho que salía de él algo
chamuscado, miraba a los ojos del rey-sacrificante y le decía: “Retén la
voz.” ¿Por qué? “Porque el sacrificio es voz (Vāc).” Esto era lo que se oía. Era la señal definitiva de que iban adentrándose en el sacrificio.
Por la noche, en la cabaña de los fuegos, se celebraba la agnihotra; vertían sobre el fuego leche fresca mezclada con agua. Calentaban la leche sobre el fuego gārhapatya y la vertían sobre el fuego āhavanīya. Esos dos fuegos eran los polos de toda tensión ritual. Todo lo que acontecía era un pasaje entre el uno y el otro.
Las cuatro esposas y sus séquitos de sirvientas:
El
cortejo de las mujeres llegaba desde el sur. Silenciosas, absortas,
avanzaban en cuatro filas. A la cabeza iban las cuatro mujeres del
rey-sacrificante, con lujosos tocados, los tupidos cabellos sembrados de
botones de plata. La mahiṣī, la primera esposa, la consagrada; la vāvātā, la favorita; la parivṛktā, la abandonada; la pālāgalī, de casta inferior. Cada una iba seguida de cien muchachas: cien princesas para la mahiṣī; cien nobles para la vāvātā; cien hijas de escuderos para la parivṛktā; cien hijas de funcionarios para la pālāgalī.
El rey con la favorita en el sacrificio del caballo:
En
el interior de la cabaña se formaba un corro del que participaban las
mujeres. Tras verter la leche, el rey-sacrificante se tenía, desnudo,
entre los muslos de la favorita, también desnuda. Así se quedaba,
inmóvil, durante toda la noche. En aquel contacto permanente no cesaría
de desearla, pero sin poseerla. Dejaba elaborarse en sí el tapas;
sabía que tendría necesidad de aquel ardor austero durante todo un año,
mientras durase el sacrificio. Detrás de él, en orden, se acostaban las
otras mujeres.
Lo importante de la vigilia del rey:
¿Por
qué debía ser así aquella noche, erótica e inmóvil? Era “una forma del
estado de vigilia.” Era esencial la vigilia. Era esencial que durante
toda la noche inicial del rito el rey-sacrificante velase. Sus amigos lo
rodeaban, con el fin de mantenerlo despierto. Pero la vigilia consistía
sobre todo en aquel contacto incesante con el cuerpo de la favorita.
Las fórmulas de saludo: al ver, al oír, a la mente; al ser y al no ser:
Al
salir el sol, que después sería el caballo, lo saludaban con las
veintiuna fórmulas que tenían preparadas: las primeras seis se referían
al ver (“¡Loa a quien contempla con atención!”), dos al oír, otras seis
al ser y al no ser, una más al ver, otra más al oír y cinco a la mente
(“¡Loa al brahman! ¡Loa al tapas! ¡Loa a la quietud!”).
Cada homenaje era un fragmento, una articulación musical. En el origen
de toda composición está la sucesión de estas fórmulas.
El Sacerdote Adhvaryu rey mientras dura el sacrificio: Dura un año y el año es Todo:
Antes de dar inicio al sacrificio del caballo, el rey-sacrificante delega el poder en un sacerdote, el adhvaryu. “El adhvaryu es
rey mientras dura el sacrificio.” Pero el sacrificio dura un año. Y el
año es el todo. De esta forma, el rey se aparta de la función real
durante todo el tiempo que dura la celebración del sacrificio, gracias
al cual él es rey. Ese tiempo es todo el tiempo disponible. Gracias al aśvamedha
se obtiene la condición de soberano; pero, si no se posee la condición
de soberano, se es “expulsado” del sacrificio del caballo. Éste es el
círculo vicioso de la condición de soberano. Tal condición se funda
siempre en este círculo vicioso.
El adhvaryu rodea con una cuerda el cuello del caballo: Inicio del sacrificio.
Alcanzado este punto, el adhvaryu
rodeaba con una cuerda el cuello del caballo. Era el inicio de la
acción sacrificial. Lo anterior había sido un ejercicio, una preparación
y purificación, una predisposición mental. Ahora llegaba el turno del
puro gesto. El gesto es el vínculo. El primer gesto era una cuerda
pasada alrededor del cuello del caballo, mientras el adhvaryu
decía al animal: “Tú eres aquel que abarca, eres el mundo; eres una
guía, un protector.” Pero, ¿cómo podía aquella mísera cuerda envolver
aquello que envuelve, que abarca al mundo? Sin embargo, así sucedía.
El Sacerdote adhvaryu, el caballo y el perro negro:
Venía
a continuación el momento más feroz. Con la cuerda al cuello, el
caballo y un perro negro (“de cuatro ojos”, decían; pero era simplemente
un perro negro con dos manchas blancas encima de los ojos) eran
empujados hacia la laguna que estaba junto al terreno del sacrificio.
Iban precedidos y seguidos por parientes del rey-sacrificante, por el
hijo de una prostituta y por un sacerdote. El perro entraba en el agua.
El caballo entraba en el agua. Cuando el perro ya no hacía pie y
empezaba a agitar las patas afanosamente, el adhvaryu decía:
“Mata”, y el hijo de la prostituta golpeaba a la bestia con una maza de
madera. Por lo general, la maza era de madera de sidhraka, pero en cualquier caso el detalle decisivo era que el nombre de la madera contuviera la sílaba ka.
Durante un instante, la cabeza del perro hacía esfuerzos por emerger
del agua. Entonces era golpeada nuevamente. Después el cuerpo inerte del
animal era echado entre las piernas del caballo del sacerdote, quien al
mismo tiempo decía: “¡Fuera el mortal! ¡Fuera el perro!” ¿Por qué el
alejamiento de lo mortal debía ser tan cruel?, se preguntaban mientras
el perro ya muerto, flotando en el agua, era arrastrado hacia el sur. Un
año entero, un ciclo de nobles gestas y altas fórmulas se ponía en
marcha con aquel gesto vil.
El caballo del sacrificio se dejaba errar en libertad durante un año:
Al
gesto más vil seguía el más noble. Durante un breve lapso de tiempo el
cuello del caballo del sacrificio había estado rodeado con la cuerda.
Ahora se la quitaban y dejaban que el caballo errase libremente, a su
antojo. Sin embargo, antes de liberarlo, el adhvaryu y el
rey-sacrificante se acercaban al caballo y le murmuraban algunas
fórmulas. Le explicaban al caballo quién era y qué era lo que le
exhortaban a hacer. “Sigue la senda de los Āditya”, la senda del cielo:
ésa era la recomendación principal. Estaban ya reunidos allí los
cuatrocientos guardianes armados del caballo, que lo escoltarían adonde
quisiera ir en su errancia, que lo defenderían, incluso hasta matar a
quien obstaculizara su marcha, y que cuidarían que
el caballo no se aparease con ninguna yegua ni se sumergiese en el
agua. Esto duraba casi un año. El caballo no debía retroceder jamás.
Como el sol, si retrocediera “todo sería destruido.” Su libre
vagabundeo, cada vez más lejano del lugar del sacrificio, no debía ser
interrumpido por nada. De esta forma se mantenía la “continuidad” (saṁtati).
El caballo pisaba siempre nuevos territorios, y el hilo de su recorrido
se volvía cada vez más largo y enmarañado, mientras en el lugar del
sacrificio el adhvaryu repetía día a día las fórmulas que dicen la “forma” (rūpa)
del caballo, en tanto su pensamiento y el de los otros oficiantes
permanecía fijo en el caballo invisible y errante. Esa incesante
repetición de las fórmulas protegía la continuidad de aquel hilo que los
mantenía en contacto con el caballo.
La guerra es un incidente que interrumpe un rito:
La
totalidad de las tierras que el caballo pisaba en su errar eran
adquiridas por el rey-sacrificante. Quien veía al caballo sabía que
desde ese día sería súbdito de un nuevo rey. No se conquista con la
guerra, porque la conquista es la carrera desenfrenada del caballo. La
guerra sólo acontece si un príncipe intenta detener la carrera del
caballo. En ese caso, el rey-sacrificante debe interrumpir el sacrificio
y declarar la guerra a ese príncipe. La guerra es un incidente que
interrumpe un rito.
Libertad
es la errancia del caballo. Todo lo demás es obligación y precepto. La
libertad sólo se manifiesta dentro del marco establecido por el vínculo.
Al principio, el caballo tiene dos cuerdas al cuello, que después son
desatadas. No al revés.
Comparación entre el Caballo del Sacrificio y el Buddha ó el joven Siddhārtha:
Mientras
vaga, el caballo del sacrificio es como el joven Siddhārtha en el
jardín del palacio paterno. También él escoltado, también él es guiado
ocultamente para que no se tope con determinada cosa. Para que no se
encuentre con una yegua o con agua, en el caso del caballo; en el del
Buddha, para que no se tope con la vejez, la enfermedad o la muerte. Sin
embargo, ambos se encontrarán con aquello que no debían encontrarse. El
caballo, al volver al lugar del sacrificio; en un rincón del jardín,
por casualidad, Siddhārtha. El Buddha es Tathāgata, “aquel que ha venido
así.” El caballo, en cambio, es “aquel ha sido conducido” (es decir,
llevado al poste del sacrificio). En esos dos verbos (“venido”,
“conducido”) radica su diferencia. Uno sale de la espesura, como un
peregrino cualquiera; por eso el Buddha corre el riesgo de no ser
reconocido cuando reaparece ante sus compañeros. También el caballo
reaparece desde la espesura y vuelve a encontrarse en el lugar del
sacrificio, del que había partido, como si hubiera regresado por
casualidad, pero detrás de él la escolta lo ha guiado imperceptiblemente
en su errancia. Tanto las huellas de Buddha como las del caballo son bendecidas.
Al brahmán que no sabe nada del sacrificio del caballo...
A
cada brahmán que encontrábamos cuando vagábamos por el bosque, las
aldeas y las praderas, le preguntábamos: “Brahmán, ¿qué sabes del
sacrificio del caballo?” Si el brahmán no acertaba a contestar
rápidamente lo despojábamos de todo. Ya que “aquel que, siendo un
brahmán, lo ignora todo acerca del sacrificio del caballo, entonces no
sabe nada de nada, y por lo tanto no es un brahmán y esta expuesto a ser
despojado de todo.” A cada uno que encontrábamos lo interrogábamos:
“¿Qué sucede durante el sacrificio del caballo?” Si no acertaba a
responder, saqueábamos y confiscábamos todas sus pertenencias. Víctima
de la redada es aquel que no sabe. De esta forma, quisieron fundar la
conquista sobre el conocimiento. Para todos los pueblos vecinos y para
todos los que vinieron después valió siempre la regla inversa: quisieron
fundar el conocimiento sobre la conquista.
Narración de historias cíclicas por el sacerdote hotṛ:
Mientras
el caballo erraba por tierras ignotas, el rey-sacrificante y los
sacerdotes permanecían sentados alrededor del altar, en almohadones
recamados en oro. Entonces el hotṛ empezaba con sus relatos.
Contaba historias acerca de los reyes antiguos, historias ejemplares que
el nuevo rey-sacrificante estaba llamado a revivir. Eran historias
cíclicas, que continuamente recomenzaban y abarcaban el año entero.
Treinta y seis veces, en ciclos de diez días. De allí que las llamasen pāriplava, la historia que siempre recomienza (pariplavate).
La historia de los dioses y de los soberanos están concatenadas a la del rey-sacrificante:
Dejamos correr la fantasía acerca de cómo serían aquellos pāriplava,
aquellos cuentos sobre la gesta de dioses y soberanos que se recitaban
sin pausa durante doce meses, a la espera del regreso del caballo.
Podemos plausiblemente suponer que eran los modelos más remotos de lo
que un día se plasmaría en el Mahābhārata. Nada de aquello ha
sobrevivido. Si sabemos algo de esas historias es por una vía indirecta:
a través de los himnos del Ṛg Veda que hacen referencia a ellas
mediante alusiones, enigmas y fragmentos deslumbrantes. Las conocemos a
través de las especulaciones de los ritualistas, que sólo usan
fragmentos de las historias, tan sólo aquel detalle particular que pueda
servir al pensamiento que están desarrollando, ya que el resto lo dan
por sobreentendido. Sin embargo, no nos da la impresión de que aquellas
historias nos han sido escamoteadas, sino más bien de que ocupan un
lugar vacío y bien delineado en el interior de un marco. Aunque, en este
caso, el marco sería el verdadero centro del cuadro. El marco es la
historia de las historias: La Novela del Caballo, que nadie ha narrado,
pero que se manifestaba en cada gesto, que cada gesto contribuía a su
cumplimiento en el curso de un año. Esa novela nunca narrada no sólo
encierra en sí todas las historias, que sólo pueden surgir en sus
intervalos, sino que además en su articulación secreta, como si todas
las vicisitudes de los dioses y de los primeros soberanos fueran en
primer lugar una consecuencia de aquella historia-marco, que nadie
cuenta, que todos, desde el rey-sacrificante y los sacerdotes hasta el
más humilde de los participantes, contribuyen a evocar, a hacer que se
cumpla dentro del espacio del sacrificio.
¿Qué cuento contaba el pāriplava cada diez días?
El
cuento se manifestaba en la espera, en la larga espera del regreso del
caballo. Ésa era la forma de que no se interrumpiera la relación con el
caballo errante. El cuento vaga como el caballo. El pensamiento secreto
del caballo es el cuento. ¿Qué era lo que contaba este pāriplava
cada diez días durante todo el tiempo que duraba la ausencia del
caballo? “Esta leyenda cíclica cuenta de todos los reinos, todas las
regiones, todos los Vedas, todos los dioses, todos los seres.”
Los cuatrocientos escoltas del caballo del sacrificio:
Había
dos vidas que transcurrían paralelas. Las del caballo errante, seguido
de su escolta de cuatrocientos guerreros, turba imprevisible y ruidosa
que atravesaba las aldeas como un torbellino y dejaba atónitos a sus
habitantes. Miraban esa nube de polvo y decían: “Es el caballo del
sacrificio.”
En
el lugar del sacrificio transcurría la vida de los sacerdotes y del
rey-sacrificante. Su pensamiento estaba siempre ocupado por el caballo.
Su mayor temor: que el caballo se perdiese. Todo lo que hacían, los
innumerables pasos del culto que cumplían, tenía como fin mantener la
tensión del hilo que los unía al caballo. Se los veía a veces verter
oblaciones sobre las huellas dejadas en el polvo por los cascos del
caballo.
A la vuelta del caballo de sacrificio: Preparación
Un
día el caballo volvía. Como si nunca se hubiera alejado, los sacerdotes
lo acogían con familiaridad en la cabaña de madera de los aśvattha,
que habían construido para el animal dentro del espacio del sacrificio.
Permanecería encerrado durante siete días, mientras, alrededor de la
cabaña, los sacerdotes y el rey-sacrificante se afanaban en las
oblaciones. Cuando el soma era colado, el rey-sacrificante
murmuraba: “Condúceme del no ser al ser; de la oscuridad a la luz; de la
muerte a la inmortalidad.”
El caballo conoce algunos cantos mejor que los sacerdotes:
Se acercaba la
parte del sacrificio cruento. Los sacerdotes abrían la puerta de la
cabaña del caballo y lo hacían salir. El caballo avanzaba en primer
término. Los adhvaryu lo cogían por la cola. Detrás, en fila,
seguían los otros sacerdotes, cada uno cogido de una orla del vestido
del que lo precedía. ¿Por qué los sacerdotes seguían al caballo? Porque
el caballo conoce “el camino del cielo.” El caballo, además, conoce
algunos cantos mejor que los sacerdotes. Por eso el udgātṛ, el
cantor, le cedía su puesto. El caballo entonces se acercaba al recinto
donde estaban escondidas las yeguas, y el recinto se abría. A la vista
de las yeguas, el caballo relinchaba fuertemente en el silencio. “El
caballo dice hiṅ y ese grito es el udgītha.” El udgītha es el canto que esperaba el udgātṛ. Es el canto que, a continuación, el udgātṛ debía imitar del caballo.
Los animales atados a los postes intermedios y a quién iba dirigido:
Existe
un privilegio para aquello que sucede en los intervalos, en los
intersticios, en las lagunas. Es un recuerdo de lo continuo. Así, no
había solamente veintiún postes equidistantes, a los que serían atados
las víctimas. Estaban además las víctimas atadas en los espacios entre
los postes, todas ellas animales salvajes. Trece por cada espacio entre
postes. Entre ellas había: tres gorriones (para el Verano); tres ranas
(para Parjanya); tres cocodrilos (para Varuṇa); tres pavos reales (para
los Aśvin); tres águilas (para el Año); tres topos (para Bhūmī); tres
ciervos (para los Rudra); tres búfalos (para Varuṇa); tres elefantes
(para Prajāpati); tres mosquitos (para la Vista); una gacela leonada
(para las Apsaras); un puerco espín (para Hrī, Pudor); una serpiente
negra (para Mṛtyu); un búho (para Nirṛti); un jabalí (para Indra); una
gacela jaspeada (para los Viśvedevāḥ, Todos los Dioses).
Los animales y los utensilios que se utilizaban en el sacrificio: Los animales salvajes eran liberados.
Los
animales salvajes formaban una cuadrilla alborotada y variopinta. Era
difícil mantenerla en paz. Se mezclaban inevitablemente con las otras
trescientas cuarenta y nueve víctimas, los animales domésticos atados a
los veintiún postes. Era a la vez un circo y un matadero. Cualquiera
hubiera supuesto que la misma suerte esperaba a todos los animales. Pero
no era así. O, al menos, no lo era a partir de un determinado momento.
Todas las víctimas, salvajes y domésticas, eran untadas con espátulas y
cuchillos diversos, según su naturaleza. Para el caballo se usaba un
cuchillo incrustado en oro; para las víctimas atadas al caballo, un
cuchillo con ornamentos de cobre (el caballo se ataba al poste central, y
doce víctimas menores eran atadas a su cuerpo y le impedían moverse);
para el resto de las víctimas se usaban cuchillos ornados de hierro.
Daba la impresión de que todos los animales se aprestaban a ser
inmolados. Se tenía plena certeza de ello cuando el āgnīdh
empezaba a caminar alrededor de las víctimas blandiendo un tizón.
Dibujaba así un círculo de fuego que las incluía a todas. Pero cuando ya
parecía seguro que los doscientos sesenta animales salvajes iban a ser
estrangulados (y ya surgía la curiosidad acerca de cómo procederían los
oficiantes con los mosquitos), se constataba con estupor que los
animales salvajes eran soltados uno a uno y dejados en libertad. ¿Por
qué? Responder a esta pregunta es como responder a todo” y, como “el aśvamedha es todo”, incluye también la respuesta a esta pregunta.
¿Por qué se liberaba a los animales salvajes?
¿Qué
hubiera ocurrido si los animales salvajes hubiesen sido sacrificados?
“De haber sido sacrificados, poco después los animales salvajes hubieran
arrastrado hacia el bosque al sacrificante muerto, porque el bosque
pertenece a los animales salvajes.” El rey-sacrificante, por lo tanto,
salvaba la vida a los animales salvajes como una forma de autodefensa. Al
mismo tiempo, el rey-sacrificante recordaba que Prajāpati, cuando deseó
alcanzar el mundo de los dioses, sólo lo consiguió porque se enseñoreó
de los animales salvajes: “Con los animales domésticos tomó posesión de
este mundo, con los animales salvajes tomó posesión de aquel mundo (el
mundo de los dioses).” ¿Qué hacer, entonces? Sacrificar a los
animales salvajes equivalía a un suicidio. No sacrificarlos significaba
vedarse el acceso al mundo de los dioses. Es cierto que quedaba aún la
posesión de “este mundo”, que se consigue sacrificando a los animales
domésticos. ¿Pero a quién le importa, después de todo, este mundo?
El hombre nace en la no-verdad, “este mundo” es justamente el mundo de
la no-verdad. El sacrificio es lo que nos permite ir más allá de este
mundo, accede a la verdad. Por eso, si se renuncia al sacrificio de los
animales salvajes se comete una “violación del sacrificio.” Sin embargo,
si se sacrifican, se sabe que se acabará absorbido por el bosque, el
sacrificante muerto junto a las bestias sacrificadas. Aquí se alojaba el
peñasco invisible de la contradicción. Aquí se topaba contra una roca
impenetrable. ¿Qué hacer? Los ritualistas, aquellos que imaginaron el aśvamedha
tal como Prajāpati lo había evocado, eran eminentes lógicos y
metafísicos. Sabían que la contradicción siempre acecha de cerca al
impávido corazón del pensamiento. Sabían asimismo que el pensamiento no
podría causar ni un rasguño a la contradicción. Sin embargo, había algo
que podía al menos esquivar la contradicción, permitiendo la existencia
de algo prodigioso: a y b, su contrario y simultáneo. ¿A
qué se referían? Al gesto. Si las víctimas salvajes son dispuestas en
los espacios intermedios entre los veintiún postes a los que están
atadas las víctimas domésticas, si son untadas, si perciben el frío
contacto del cuchillo, si, en fin, el āgnīdh da vueltas a su alrededor con un tizón ardiente en la mano, entonces en cierto sentido estas
víctimas son sacrificadas. Pero al mismo tiempo son las víctimas que no
se sacrifican, porque otro sacerdote, poco después, afloja sus ataduras
y las deja en libertad. De esta forma, el sacrificante no sucumbe,
devorado por el bosque, ni se comete tampoco una “violación del
sacrificio”, cuyas consecuencias serían aún más graves. Cuando se llega a
lo más profundo aparece esa extraña partícula, por la que los
ritualistas tienen particular predilección: iva, “en cierto
sentido.” Se encuentran esas extrañas figuras que “no son ni una cosa
ofrecida en sacrificio ni una cosa no ofrecida en sacrificio.” ¿Cómo
sorprenderse, entonces, de que el
conocimiento último no pueda manifestarse si no mediante enigmas? ¿Y de
que el enigma, además, sea ante todo un pretexto para generar otros
enigmas? Los enigmas son lo que emana del brahman. Son lo que se intercambian los sacerdotes en el brahmodya,
el diálogo que sostenían sentados en las partes opuestas del poste
central, a partir del cual se ubicaban, simétricos y equidistantes, los
otros veinte postes a los que se ataban las otras trescientas treinta y
seis víctimas domésticas del sacrificio. Estaban obligados a sostener un
diálogo conforme se acercaban al núcleo insoslayable, irreductible de
la ceremonia, de la historia del caballo: la muerte.
El diálogo enigmático entre el hotṛ y el brahmán: El brahmodya.
El brahmodya,
el diálogo por enigmas que sostenían ambos sacerdotes, sentados uno al
sur y el otro al norte del poste sacrificial, comenzaba poco después de
la inmolación del caballo: “¿Cuál fue el primer pensamiento?”, era la primera pregunta que el hotṛ dirigía al brahmán. Después: “¿Quién era el gran pájaro? ¿Quién era la leonada? ¿Quién era la obesa?” El brahmán respondía sin la más mínima vacilación: “El cielo fue el primer pensamiento. El caballo era el pájaro. La noche era la leonada. La oveja era la obesa.” Pero el hotṛ no se detenía ahí, seguía acosando al brahmán con preguntas, lo desafiaba: “Te
pregunto cuál es el borde de la tierra. Te pregunto cuál es el ombligo
del mundo. Te pregunto cuál es el semen del semental. Te pregunto cuál
es la sede suprema de la palabra.” Y el brahmán contestaba sin vacilar: “Al altar (vedi) se lo llama borde de la tierra. Al sacrificio se lo llama ombligo del mundo. Al soma se lo llama semen del semental. El brahman es la sede suprema de la palabra.” ¿Qué había sucedido? El hotṛ había
formulado enigmas. El brahmán los había resuelto. Pero ¿qué eran sus
respuestas? Enigmas de un grado más alto. Eso bastaba para indicar que
las respuestas eran acertadas.
La invocación al residuo de la carne del caballo de sacrificio:
No
dejaban de pensar en los residuos, en la completud, en la eventualidad
de que algo se perdiera. Veían al caballo del sacrificio en todo su
esplendor, untado, adornado, con hierba en la boca, la brida al cuello;
lo veían ir hacia los dioses, hacia la muerte. Y preguntaban: las cosas
que le hemos dado – la brida, los paños, la hierba – también van con él
hacia los dioses. Pero ¿qué será de la carne del caballo que se coman
las moscas? ¿Y de los filamentos de carne que queden adheridos a las
hachas? ¿Y de la carne del caballo que quede bajo las uñas del
descuartizador? También eso, todo eso debía ir hacia los dioses, también
eso necesitaba una invocación que lo acompañase en su camino hacia los
dioses. Por eso hacían también una invocación a las moscas.
El caballo y los animales atados a sus partes, impidiéndole su agilidad natural:
Para
el caballo el momento más angustioso no era cuando, lustroso y
adornado, precedía al cortejo en la marcha hacia el poste sacrificial.
Tampoco cuando el adhvaryu y el rey-sacrificante le murmuraban al
oído que no serían violentos con él y que no sufriría, cuando el
caballo sabía que se aprestaban a ser violentos con él y que sufriría.
El peor momento, en cambio, era cuando tras amarrarlo al poste
sacrificial, le ataban las diversas partes del cuerpo a otras víctimas,
sobre todo a cabras blancas y negras, que, asustadas, tironeaban de él,
porque presentían la proximidad de la muerte. Al caballo le impedían de
esta forma su habitual agilidad de movimientos. De nada le servía saber
que aquellos animales que lo incomodaban eran sus súbditos, según las
especulaciones litúrgicas. Hubiera preferido estar solo y sin estorbos
en los breves momentos que aún lo separaban de la muerte.
Las últimas palabras que oía el caballo del sacrificio dichas por el hotṛ:
“Tú que, encendido, ornas el granero de la plegaria.” Con estas palabras el hotṛ daba inicio a las “estrofas de la ascensión”, como se llamaba a las fórmulas previas a la muerte del caballo. Pero la voz del sacerdote era suave y emotiva. Hablaba de “puertas felices”, altas
y anchas, resplandecientes, como si las tuviera frente a los ojos. Pero
no se veía puerta alguna, sólo se sentían animales que entrechocaban,
llenos de pánico, y se enredaban en sus propias cuerdas. El caballo,
paciente, lo aguantaba todo. En amplias volutas, enumeraban a los
dioses, mencionaban el cielo y las moscas, en tanto la palabra del hotṛ se acercaba cada vez más al caballo, se volvía más íntima, familiar. Finalmente le susurraba: “Que
tu querida vida no te haga sufrir mientras te vas. Que el hacha no
cause en tu cuerpo un mal perdurable. Que el descuartizador, torpe y
apresurado, incapaz de encontrar tus coyunturas, no te mutile los
miembros. No morirás de esa manera. No se te hará daño alguno. Irás
hacia los dioses por los caminos más allanados.” Eran las últimas
palabras que el caballo oiría antes de sumirse a otro cortejo. Pero esta
vez el caballo no iba a la cabeza. Veía delante suyo un sacerdote con
un tizón en la mano. Después debía detenerse y era obligado a recostarse
sobre un paño. Sentía entonces en el cuello el contacto de la tela de
lino untada en manteca con la que lo ahogarían, mientras con su mirada
seguía a los sacerdotes que se alejaban e iban a sentarse en silencio
alrededor del fuego āhavanīya.
El último cortejo se dirigía hacia el norte, porque al norte está la senda del cielo. Lo encabezaba el āgnīdh:
el tizón que llevaba en la mano era la señal de que el sacrificio
entraba en su fase candente, definitiva. Lo seguía el caballo. Detrás,
en fila, los otros sacerdotes. El primero picaba los flancos del caballo
con dos lanzas. En último término marchaba el rey-sacrificante. Cuando
llegaban al lugar en el que se daría muerte al caballo, el āgnīdhra
depositaba en el suelo dos hebras de hierba que traía consigo. Sobre
ellas extendía una tela, una manta y una placa de oro. Todo eso
constituía un lecho. Obligaban al caballo a recostarse en él y lo
asfixiaban con la tela de lino. Los otros animales – centenares de
animales – eran asfixiados con cuerdas. La palabra que usaban era saṁjñapayanti, “hacen que consienta.” Los textos precisaban: “Cuando hacen que una víctima consienta, la matan.”
Las cuatro esposas del rey-sacrificante y el caballo de sacrificio:
Apenas
expiraba el caballo, apenas expiraban las otras víctimas, se veía
avanzar a las cuatro esposas del rey-sacrificante y a una muchacha,
guiadas por el sacerdote encargado de ello, el neṣṭṛ. Llevaban
cántaros en las manos. Detrás, a la debida distancia, avanzaban las
cuatrocientas damas del séquito. Las esposas se disponían alrededor del
caballo muerto. Se recogían el cabello por el lado derecho, en un gesto
pausado y cuidadoso. Después se soltaban el cabello del lado izquierdo. A
continuación se palmeaban el muslo derecho y comenzaban a girar
alrededor del caballo, al tiempo que lo llamaban “mi señor” y lo
apantallaban con las orlas de sus largos vestidos. A veces, la mahiṣī
usaba también un abanico de oro. Querían que esa brisa hiciera más
agradable el sueño profundo del caballo. ¿O quizás querían despertar al
amante? En cualquier caso, observan los textos, con esa brisa “hacen
acto de contricción” hacia el caballo. Se movían lentamente, como
bailarinas. Daban nueve vueltas alrededor del caballo.
La recitación de las cuatro esposas del rey-sacrificante: Al caballo de sacrificio.
Después
las esposas cogían los cántaros y rociaban al caballo muerto. Decían
que así purificaban su aliento vital. Por todos los orificios del animal
penetraban las gotas frescas y las esposas recitaban: “¡Que tu mente
se hinche! ¡Que tu voz se hinche! ¡Que tu aliento se hinche! ¡Que tu
vista se hinche! ¡Que todo lo que en ti ha sufrido, que todo lo que en
ti ha sido herido se hinche y recomponga! ¡Que él sea purificado!”
Extendido sobre el paño, goteando agua, el caballo muerto esperaba a la mahiṣī,
la primera esposa. Era una masa blanca, inmóvil, con las patas
recogidas. No mostraba signos de violencia. Sólo le faltaba el relincho.
Sola al fin, la esposa real se acercaba. Se recostaba junto al caballo
muerto y apretaba sus muslos contra los del animal. Mientras tanto le
hablaba, lo incitaba a apretar sus patas contra sus muslos. Los
sacerdotes observaban. Cuando el caballo y la mahiṣī se fundían, y sólo se distinguían uno de la otra por el color de la piel, ligeramente bruñida la de la mahiṣī, de un blanco inmaculado la del caballo, el adhvaryu los cubría con una manta y decía: “Envolveros ambos en el cielo.” Poco antes de que la manta tocase el cuerpo de los amantes, se veía a la mahiṣī coger el miembro del caballo e introducirlo entre sus muslos. No era una operación sencilla. Entonces avanzaba el rey-sacrificante e incitaba al caballo a penetrar a su esposa con estas palabras: “Métete en la vulva de la que te abre sus piernas y haz entrar, oh macho, tú que consagras, la gran felicidad de las mujeres.” Ninguno de los sacerdotes agregaba una palabra. ¿Por qué? Para no rivalizar con el rey-sacrificante.
La mahiṣī (la primera esposa) y el caballo del sacrificio:
Cuando la mahiṣī se tendía junto al caballo enseguida se subía el vestido, descubriendo la vulva. El adhvaryu los cubría con el mismo paño de lino que poco antes había servido para asfixiar al caballo. Mientras tanto la mahiṣī, con una mano, se metía entre los muslos el miembro del caballo. Todas las miradas se centraba en ella. Pero la mahiṣī no daba señales de advertirlo. Seguía con su leve, continuo lamento. Hablaba al caballo, hablaba del caballo: “Madre, madrecita, madrecita querida. Nadie me acompaña. El caballito duerme.”
Las otras esposas del rey, que rodeaban a los amantes, también decían
frases alusivas, obscenas, que por otra parte, no obtenían respuesta,
porque la mahiṣī continuaba con su débil lamento: “Madre, madrecita...”
La mahiṣī y la muchacha que la acompañaba:
Bajo
la manta, el caballo muerto y la reina se unían en el coito. Alrededor,
en semicírculo, estaban los sacerdotes, el rey-sacrificante, la
muchacha, las otras esposas del rey y sus doncellas, que sumaban
cuatrocientas. El coito era silencioso e invisible, y mientras tanto se
establecía un intercambio de bromas entre los sacerdotes y las mujeres.
Los sacerdotes hablaban de un puño que desaparece dentro de una
hendidura, de un pájaro que se agita, de una pareja que se encarama a un
árbol y juega en su copa. Las mujeres respondían al instante, mordaces e
irreverentes: “¡Eh, niña! ¡Eh adhvaryu!”, se oía. “¡Eh, brahmán,
tu madre y tu padre jugaban en la copa de un árbol! Se agitaban como tu
boca cuando quiere hablar. ¡Eh, brahmán, no masculle!” En ninguna otra
situación hubiera sido tolerable dirigirse a un brahmán con semejante
insolencia. Ese arranque de obscenidad ocultaba algo solemne y
misterioso, algo que evocaba por contraste. Después el arranque se
extinguía. Las primeras doncellas de la reina se acercaban a la manta y
descubrían la cabeza del caballo y la de la mujer. Ayudaban a la mahiṣī a incorporarse con descencia. Mientras tanto imploraban con el pensamiento: “Que podamos, con toda suerte de palabras, hacer que nuestros deseos se cumplan.” La mahiṣī
se incorporaba. Con un puñado de hierba se secaba la parte del cuerpo
que había estado en contacto con el caballo. Después miraba fijamente a
la muchacha, que hasta entonces no había cumplido ninguna función
definida, y le arrojaba el puñado de hierba, al tiempo que decía: “Con el ardor del coito te hiero.” A partir de entonces la muchacha sería llamada sāhā y podía acceder a la sabhā, la sala de los hombres. Su cuerpo estaría a disposición de quienes se reunían allí. Por su parte los sacerdotes recitaban: “He
cantado a Dadhikrāvan, el caballo victorioso, el caballo fogoso. ¡Que
haga fragantes nuestras bocas! ¡Que prolongue nuestras vidas!” Se sentían confusos y exhaustos, porque “la vida y los dioses se alejan de aquellos que durante el sacrificio pronuncian palabras impuras.”
Pero todavía debían cumplirse las otras fases del rito. Las bocas
debían volver a ser fragantes. Mientras tanto, las cuatrocientas mujeres
se alejaban, “tal como habían venido.”
Las esposas y su séquito dibujaban la senda del cuchillo en la piel del caballo:
Pero poco después las mujeres reaparecían. Esta vez llevaban en las manos agujas de oro, de plata y de bronce. De oro la mahiṣī, de plata la vāvātā, de bronce la parivṛktā.
Agujas numerosas, tan numerosas como las perlas que aquellas mismas
mujeres habían atado antes a las crines y a la cola del caballo. Cuando
las esposas ataban las perlas a las crines del caballo, otras mujeres de
su cortejo agregaban conchas como topes, para que las perlas no se
cayeran. Nada de lo que formaba parte de la ofrenda debía perderse. Cada
una de ellas tenían ciento una agujas. Se acercaban al caballo y
trazaban líneas sobre su cuerpo, con delicadezas: dibujaban “las sendas
del cuchillo”. Al mismo tiempo, incesantemente, recitaban las fórmulas.
Se oía: “Que las esposas humanas sepamos dividir tus crines con inteligencia”,
“Trabajan las agujas sobre la piel del caballo fogozo.” Como
agrimensores, como cirujanos, las mujeres trazaban figuras geométricas
sobre el cuerpo exánime de quién poco antes había sido el amante de una
de ellas; de una sola de ellas, en verdad, pero que representaba a todas
las demás. Los asistentes no veían más que a las tres mujeres
afanándose absortas alrededor del caballo, como si fuera un telar. No
podían seguir el recorrido de las agujas. Pero sabían que las tres
esposas separarían treinta y seis partes, como en un chandas, un metro. Aquella vasta carne muerta habría de ser dividida como un verso.
Prajāpati: Ka (¿Quién?): En la ceremonia final del sacrificio del caballo.
La
piel del caballo había quedado marcada, pero todavía no había sido
abierta. Sin embargo, siempre hay un primer momento en el que se llega a
la sangre. El adhvaryu se adelantaba, con una hebra de hierba en
una mano y un cuchillo de empuñadura dorada en la otra. Posaba el tallo
sobre el vientre del caballo, y a continuación rasgaba la piel del
animal que había quedado bajo la hebra de hierba. ¿Quién era el que así
actuaba en ese momento, que es el irreversible mismo? Quién, se preguntaba el adhvaryu, mientras el cuchillo comenzaba a hurgar en las vísceras. La respuesta era: Ka. Que significa: ¿Quién? La respuesta era otra pregunta. Y se sabía que aquel sujeto indefinido, siempre indefinible - ¿quién?
– era el nombre secreto de la única persona de cuya existencia se tenía
certeza: Prajāpati. Si Prajāpati era Ka, tanto más debía serlo el
anónimo sacerdote en el momento en que hundía el cuchillo. Esta acción,
en su origen, tiene un sujeto desconocido. El adhvaryu murmuraba, volviéndose hacia el caballo: “¿Quién
te hunde el cuchillo? ¿Quién te corta a trozos? ¿Quién es tu sabio
descuartizador? Ka es quien te hunde el cuchillo. Ka es quien te corta a
trozos. Ka es tu sabio descuartizador.” Pero ¿dónde está Ka? Nunca
se encontraba entre los dioses, ni tampoco entre los hombres. Era a tal
punto discreto y evasivo que muchos pensaban que se podía prescindir de
él. Sin embargo, todo se descomponía sin él. Ni los dioses ni los
hombres pueden vivir sin Ka. Para ser exactos: pueden sobrevivir, pero
no comprender. Pero ¿cómo comprender a Ka? Oscuro e inasible, hasta su
nombre carece de toda singularidad. Había otra palabra no menos oscura,
inasible y común: ātman, “Sí”. Otro pronombre, esta vez un
pronombre reflexivo. ¿Eran iguales esos dos nombres? El cuchillo se
alzaba. Todos los dioses, todos los hombres, todos los metros, todos los
poderes: en aquel momento, en el momento del gesto insoslayable, todo
se disolvía ante aquella sílaba Ka, ante aquella evocación de un sujeto
desconocido desde siempre, que cómodamente acogía en sí a todos los
nombres, a todo el que tuviera la pretensión de ser un sujeto. El resto
era mera carnicería.
Prajāpati, el caballo blanco, y su sentido en el sacrificio:
Cuando Prajāpati “vio” todos sus deseos y todo aquello que hubiera querido alcanzar, vio también el aśvamedha. “Al sacrificio con el aśvamedha realizó todos sus deseos y alcanzó todos sus logros.” Quizás por ello, desde entonces el cumplimiento de todos los deseos es motivo de recelo.
Porque para ese cumplimiento hace falta una muerte. O, mejor dicho, un
asesinato. El punto más oscuro, el punto que ha sido siempre oscuro y
continuará siéndolo, es éste: ¿qué sucedió exactamente cuando Prajāpati
“vio” al aśvamedha y cuando “participó del sacrificio junto al aśvamedha?”
Prajāpati era también un caballo blanco. Fue también “el primer
sacrificante.” Pero, en ese momento, ¿Fue caballo o sacrificante? ¿Fue
el caballo sacrificado o el sacrificante que lo mataba? Nunca el activo y
el pasivo se parecieron tanto, hasta superponerse y disolverse el uno
en el otro. No fue por voluntad de ocultación que ese punto quedó
oscuro. La oscuridad era su naturaleza, y afloraba ante cualquier
intento de comprender. “Por lo tanto”, pensó Prajāpati, “no existe gran
diferencia entre el activo y el pasivo. O, por lo menos, no existe esa
enorme diferencia que más tarde le adjudicarían los hombres. Todo activo
es el pasivo de otra cosa. Todo pasivo es el activo de otra cosa. Pero
ésta es una verdad que causaría confusión en la mente de los hombres y
en el curso normal de las cosas, en lugar de darles claridad. Si la
aceptasen, todo se embrollaría irremediablemente. Éste fue el motivo
pragmático por el que una parte de la enseñanza quedó en secreto:
impedir que el curso del mundo se viera paralizado por el conocimiento;
dejar que sólo accedan al conocimiento aquellos que, aun traspasados por
el conocimiento, no impedirían que el mundo siga su curso.”
La no-violencia (ahiṁsā): En el sacrificio del caballo.
Ahiṁsā,
la no-violencia de Gandhi, se encontraba ya en los textos de los
ritualistas de hace casi tres mil años. “No-herir” es su sentido
literal, ya que proviene de la raíz hiṁs-, “herir”. “Como aquel que no hiere, ahiṁsantaḥ,
él divide los miembros”: estas palabras se referían a quien marcaba la
carne del animal sacrificado, por lo tanto también al caballo. Ahiṁsā no significa abstenerse de la violencia, sino ejercer la violencia – que siempre está e involucra a todos – de una cierta manera, sin herir. Porque herir es más grave que matar. La
violencia no es algo que pueda obviarse, porque forma parte del aliento
de la vida. Pero la herida... La herida puede causarse de mil maneras
distintas. Incluso puede no reconocerse como tal. La hoja del cuchillo
separa las coyunturas con tal delicadeza y precisión que parece como si
dividiera el cuerpo de Prajāpati, que se desarticula en el mundo antes
de ser recompuesto en el altar del fuego. A esta doctrina de los
ritualistas se le otorga una importancia enorme, y ello se comprueba en
el hecho de que la palabra ahiṁsā aparece, tanto en las Leyes de Manu como en el Dharmasūtra de Baudhāyana y en la Chāndogya Upaniṣad, justo antes de la palabra satya, “verdad”.
La obligación de no herir a lo viviente (y todo es viviente), la
obligación hacia la libertad, se pronunciaban conjuntamente, y ahiṁsā precedía a satya, como si en el fondo de una palabra se revelase la otra.
La víctima humana en el sacrificio del caballo: como fue salvada al final.
El
primer hombre al que le fue cortada la cabeza fue un joven hijo de
escudero, que había recibido el encargo de descuartizar el cuerpo del
caballo sacrificado. Fueron muchos los que, después, durante
generaciones y generaciones, encontraron idéntico fin. Montados en un
carro, los conducían hacia el caballo, “engalanados y llorosos, como
aquel que va hacia la muerte.” Una vez habían cumplido con su cometido,
una vez habían reducido a trozos el cuerpo del caballo, les cortaban la
cabeza. Pero un día Dīrghatamas Māmateya se rebeló y dijo: “¿Quién
llora? ¿Qué significa este bullicio?” Le explicaron lo que sucedía.
Entonces Dīrghatamas Māmateya se acercó al joven que debía hundir el
cuchillo en el caballo y le dijo: “Escucha, te diré la forma de
descuartizar el caballo y salvar tu cabeza... Sobre su cuerpo seguirás
las líneas del cuchillo mientras dices: “¿Quién y qué te corta? ¿Quién y
qué te descuartiza? Al oírte hablar solo, alguien se acercará y te
dirá: “Muchacho, ¿qué estás haciendo? Así es como se descuartiza el
caballo?, y cogerá el cuchillo y lo hundirá en el caballo. Entonces será
su cabeza la que rodará.”
Arjuna equiparado al muchacho que hunde el cuchillo en el caballo del sacrificio:
Bajo
el aspecto de Dīrghatamas Māmateya quien se había manifestado era en
realidad una nueva figura: el conocimiento. Conocimiento es la pregunta
de quien actúa. Existe una línea de descendencia directa entre el
muchacho encargado de hundir el cuchillo en el caballo muerto y Arjuna
sobre el carro de la guerra. Son la misma persona. De la misma forma en
que Dīrghatamas Māmateya es Kṛṣṇa, el auriga.
El conocimiento es el último subterfugio para no ser ejecutado:
El
conocimiento no es una respuesta sino una desafiante interrogación:
¿Ka? ¿Quién? El conocimiento es el último subterfugio para no ser
ejecutado, ya que permite obtener una dilación, aunque provisoria, para
que la propia cabeza no sea cortada. Éste era otro de los motivos por
los que se celebraba el sacrificio del caballo.
Existe una cabeza de caballo que recorre la superficie del firmamento: el sol.
Existe una cabeza de caballo que recorre la tierra: el recipiente de la dulzura.
Existe una cabeza de hombre que recorre la tierra: aquel que no ha resuelto el enigma de la cabeza cortada del caballo.
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