SRI
NRSIMHADEVA
MULTIPLY
SRI NRSIMHADEVA - MULTIPLY
Creado por juancas del 01 de Enero del 2013
118JC - arjuna12-arjunis
para Todos
ARJUNA:
Presagio de la guerra entre los Pāṇḍavas y los Kauravas.
Cuando Agni volvió a presentarse frente a Arjuna su hambre estaba saciada; resplandecía, después de haber tragado auténticos ríos de grasa y de tuétano. Dio las gracias a sus dos cómplices y se despidió: “Idos donde os plazca.” Hubo un momento de improviso silencio, roto al instante por un vuelo ligero. Kṛṣṇa, Arjuna y Agni levantaron la mirada. Vieron cuatro pequeños pájaros que se elevaban hacia el cielo. Los únicos seres que habían sobrevivido. Eran los cuatro Vedas.
Arjuna y Kṛṣṇa bajaron nuevamente la mirada, impasibles, sobre el bosque calcinado. A sus espaldas se extendía la llanura opaca y triste hasta la margen de la Yamunā. De pie, las muchachas y las damas que los habían escoltado los miraban. Formaban un cinta, y sobre la cara y los vestidos de todas ellas se había posado una película de ceniza. Ya no quedaba en pie ni un solo toldo, abatidos por el viento.
Éste fue el anuncio de la guerra fría entre los cinco Pāṇḍavas y sus primos Kauravas. Kṛṣṇa y Arjuna permanecieron sentados largo rato en la ribera de la Yamunā, solos, mirando el agua que corría. Después volvieron a Indraprastha, como vagabundos, sin decir ni una palabra.
Vidura advierte a los Pāṇḍavas del engaño de la casa de laca:
Mientras ardía el Bosque de Khāṇḍava, Arjuna recordaba el crepitar de otra hoguera reciente, en la que él mismo estaba destinado a morir, con sus cuatro hermanos, según el designio de sus primos los Kauravas. La hoguera de la casa de laca. Casa funesta, elegante, ligera, que los había hospedado durante un largo período de fiesta, en Vāraṇavata. También allí la manteca fundida. Aquel olor penetrante y pesado se mezclaba con el olor del cáñamo, del corcho y de la caña en las cuatro grandes salas. Las finas columnas habían sido untadas de manteca, para que ardieran mejor.
Con enigmáticos gestos el tío Vidura había dejado entrever el engaño. Entonces los Pāṇḍavas habían cavado una galería de topo. Cada noche se metían en su escondite, armados y velaban. Durante meses esperaron la ocasión de huir, dejando que creyeran que habían muerto en la hoguera. Cinco Niṣādas desconocidos, ebrios, y su madre, hundidos entre los almohadones, ni siquiera tuvieron tiempo de darse cuenta del estallido de las llamas, una noche. Sus esqueletos carbonizados brindaron a los Kauravas la certeza de que sus aborrecidos primos los Pāṇḍavas nunca serían un estorbo.
Bhīma carga con su madre y sus cuatro hermanos en sus brazos y corre:
Los Pāṇḍavas y su madre Kuntī corrían en la noche como animales perseguidos por los perros. Salían de pronto de sus galerías y se lanzaban hacia el bosque, mientras a sus espaldas el resplandor de la hoguera se atenuaba. Los árboles eran sacudidos por ráfagas rabiosas. La tensión de un año de vigilia obligada y tormentosa empezaba a deshacerse. Pero no osaban pensar que eran libres. Sólo Bhīma, en el centro, abatía todos los obstáculos. Se podían oír los troncos descuajados a su paso. Vio la aflicción de los otros. Entonces se cargó a Kuntī sobre sus hombros, con suavidad. Asió a los gemelos, Nakula y Sahadeva, después a Arjuna y Yuthiṣṭhira, apretándolos bajo sus brazos. Y siguió avanzando, como una montaña animada. Él era el viento tempestuoso que abatía las plantas y abría un sendero entre las tinieblas.
¿De por qué el odio entre los Kauravas y los Pāṇḍavas?
Desde su nacimiento, los cinco Pāṇḍavas, que sólo por su nombre eran hijos de Pāṇḍu, ya que cada uno de ellos alojaba la “porción”, aṁśa, de un dios distinto, en tanto habían sido procreados por dioses diversos en el vientre de Kuntī (y de Mādrī) – Yuthiṣṭhira por Dharma, Bhīma por Vāyu, Arjuna por Indra, los gemelos Nakula y Sahadeva por los gemelos Aśvin -, desde su nacimiento los Pāṇḍavas habían advertido una tensión maligna entre ellos y sus primos los Kauravas. Cuando se enfrentaban en los juegos parecía que se estuviesen batiendo a muerte. Tan enrevesadas era su ascendencia común que no había ninguna certeza acerca de cuál de ellos sería, llegado el momento, el legítimo soberano de Hastināpura. Las teorías que circulaban eran demasiado disparatadas como para otorgarles alguna legitimidad. Todas ellas podían parecer relativamente razonables.
Cuando los Kauravas prepararon la trampa de la casa de laca, para que un día sus primos se carbonizaran en vida, los Pāṇḍavas no se sorprendieron. “Y ahora”, pensó Arjuna mientras incendiaba el Bosque de Khāṇḍava, “otra hoguera. Para matar a centenares de animales desesperados he tenido que enfrentarme a mi padre, Indra. Por una empresa que muchos juzgarían deshonrosa he recibido en ofrenda el arco Gāṇḍīva, que siempre había deseado. Para formar un desierto de ceniza he debido actuar junto a Kṛṣṇa, mi compañero perpetuo. Si todo esto me parece insensato debe ser que tiene demasiado sentido.”
Recuerdo de Arjuna sobre el Bosque Khāṇḍava: Presagio de la guerra entre los Pāṇḍavas y los Kauravas. La gracia que Indra le da a Kṛṣṇa.
Vista desde lejos, la guerra que se anunciaba entre los Pāṇḍavas y los Kauravas podía parecer muy similar a la masacre de los animales que huían del Bosque de Khāṇḍava. Trastornaría los rangos y los rencores, en la fuga y en la muerte. Kāla, Tiempo, tenía prisa por cerrar el eón. La guerra era ante todo un pretexto para facilitar la labor. No tanto aquel día, mientras tensaba infatigablemente el arco frente al bosque en llamas, sino más tarde, a lo largo de los años, Arjuna no dejó de preguntarse por qué había tenido lugar aquella carnicería. Y en qué sentido había sucedido “por el bien de los mundos.” Matar a los propios parientes era en el fondo mucho más fácil que justificarlos. Pero ¿y aquellos animales que escapaban del bosque en llamas? ¿Por qué? Arjuna no obtuvo ninguna respuesta. Siempre volvía a ver a Kṛṣṇa, con el disco mortífero y la maza que golpeaba sin remisión. Después recordaba la vez en que Indra, su padre, humillado por las flechas del hijo, se había adelantado y ofrecido una gracia a Kṛṣṇa, con gesto magnánimo. Un dios soberano, pero de una soberanía arcaica, ofrecía la gracia a un rey, que era además un dios soberano entre los soberanos. En ese momento Arjuna ni siquiera había advertido la singularidad casi burlesca de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, recordaba claramente cuál era la gracia que había solicitado Kṛṣṇa: la amistad de Arjuna, para siempre.
El svayaṁvara de Draupadī: La victoria de Arjuna.
La ocasión que había propiciado el primer encuentro entre Kṛṣṇa y Arjuna fue iniciativa de Draupadī, la princesa de los Pāñcāla, el pueblo del Cinco y de las Muñecas. Nacida del fuego sacrificial, tenía el color oscuro, casi negro (por eso la llamaban Kṛṣṇa), de los troncos carbonizados. Olía a loto azul. Su padre el rey Drupada, proclamó para ella un svayaṁvara, la ceremonia de la elección del esposo. Los pretendientes debían competir en el tiro con arco. Disfrazado de brahmanes, huéspedes de un alfarero, los Pāṇḍavas se preparaban para la prueba. Los festejos, suntuosos y extenuantes, se prolongaron durante quince días. Pero nadie había visto aún a Draupadī. El decimosexto día la princesa se dejó ver en la arena, tocada de una guirnalda de oro que brillaba sobre su piel bruñida y sobre su vestido blanco. Todos a la vez, los pretendientes se pusieron de pie, gritando: “Draupadī será para mí.” Centenares de pendientes centellearon al sol. Entre los huéspedes estaba también Kṛṣṇa, a la cabeza de los Vṛṣni. Fue el único entre la multitud que reconoció inmediatamente a los Pāṇḍavas, mezclados entre los brahmanes. Y, entre los Pāṇḍavas, fijó la mirada en Arjuna. Cuánto tiempo habían permanecido aferrados a ramas opuestas de la aśvattha que atraviesa los mundos, cuánto tiempo habían navegado juntos a la deriva sobre las aguas sin fin, cuánto tiempo (¿miles de años?) habían permanecido sentados en aquel nicho de roca de Badarī, uno con la pierna derecha doblada, el otro con la izquierda, mientras al fondo se oía el borbollar de un río. Ahora se reconocerían como hombres extraviados entre la multitud de los hombres. Mientras tanto, los otros príncipes habían fallado. Kṛṣṇa vio a Arjuna tensar el arco con la izquierda, lentamente. Pensó: “No el bosque, sino el árbol. No el árbol sino el pájaro. No el pájaro, sino la cabeza. Ahora...” Se oyó un gran alarido. El blanco: atravesado. Draupadī miraba a Arjuna, radiante. Avanzó hacia él con una corona de flores blancas.
Kuntī le dice a Arjuna que comparta con sus hermanos su conquista: Draupadī.
Breve fue el tiempo durante el cual Draupadī pudo sentirse esposa de Arjuna, el elegido. Sabía que había ingresado en una familia singular, con aquellos cinco hermanos tan distintos y articulados como los dedos de una mano. Todos le parecían fascinantes, pero cuando miraba a Arjuna no tenía necesidad de nada más. Enseguida se yuxtaponían los otros: Yuthiṣṭhira, grave, severo, con algo tétrico como trasfondo; Bhīma, al que llamaban Vientre de Lobo y parecía una torre; Nakula y Sahadeva, los gemelos, dos pura sangre. “¿Quién fue capaz de estar con todos ellos? La madre, Kuntī”, pensó Draupadī. Temía el momento en que se encontraría con ella.
Salieron de la ciudad. Draupadī pisaba sobre las huellas de Arjuna y fantaseaba sobre su nueva vida. No sabía que nunca más sentiría aquella euforia y aquella ligereza. Había una maraña de cañas. Los pies se hundían en el lodo. Quienes se cruzaban con ellos los tomaban por un grupo de peregrinos. Arjuna iba a la cabeza. Quería ser el primero en anunciarse a la madre. Al salir del bosque se encontró frente a una casa baja, rodeada de tinajas. Entraron en una habitación amplia y oscura, en la que se advertía una presencia. “Madre, mira lo que te hemos traído...” Kuntī ni siquiera alzó la mirada hacia la puerta inundada de luz; murmuró: “Repartirosla entre vosotros.” Se refería a la limosna. Pero la palabra de la madre era inapelable: así Draupadī se convirtió en esposa de los cinco hermanos, dividida por igual entre ellos. Como una inagotable cuenco de arroz. Cuando llegó la noche, se extendió a los pies de aquellos cinco hermanos, que apenas conocía, como un almohadón.
Arjuna castigado durante doce meses en el bosque, por interrupir la unión de Yuthiṣṭhira y Draupadī.
Establecieron durante cuánto tiempo y en qué orden Draupadī conviviría con cada uno de los hermanos. Agregaron una sola regla: si uno de los Pāṇḍavas sorprendía a Draupadī a solas con otro de ellos, debería permanecer alejado, en el bosque, durante doce meses. Eso le sucedió a Arjuna.
Había interrumpido el coito de Yuthiṣṭhira y Draupadī al irrumpir en la habitación para coger las armas que estaban junto al lecho. Fue una violación intencionada. De otro modo hubiera debido renunciar a prestar auxilio a un brahmán indefenso que le pedía ayuda. Yuthiṣṭhira intentó retener a su hermano, buscando argumentos capciosos que le permitirían esquivar el castigo. Pero fue el propio Arjuna quien insistió. Quería saber lo que significaba estar solo en el mundo. Alejarse de sus hermanos, de sus primos, de su madre. Y también de aquella maravillosa esposa, a la que casi no podía acercarse. Buscaba algo exótico e inusitado: encontrar la experiencia, cualquier experiencia, exponerse al azar.
Arjuna, sus amores con Ulūpī.
Los malévolos dijeron que nadie había visto tantos lugares santos y tantas mujeres bellas en la Isla de la Jambū como Arjuna en sus meses de vagabundeo. Erraba como uno de los tantos brahmacārīn, estudiantes del brahman, entregados a la pureza y a la castidad. Se bañó en las aguas de la Utpalinī , de la Alakanandā, de la Kauśikī y de la Gayā, además de las del Gaṅgā, donde Ulūpī, hija del rey Nāga, delirando de deseo lo arrastró bajo el agua. Arjuna superó sus escrúpulos cuando Ulūpī lo convenció de que sólo el coito con él podría salvarla. Por otra parte, se sintió más tranquilo en cuanto vio que, también en el fondo del gran río, en el palacio de los Nāgas, se celebraban los ritos frente al fuego brahmínico. No lo digo, pero pensó que el dharma no sobrevive si no está aliado con los Nāgas. Detrás de la hostilidad visible, entre el espíritu y la serpiente existe el más antiguo de los pactos. Además, no dejaba de causarle curiosidad el pasar una noche de amores líquidos con una muchacha-serpiente. Nuevamente sería el agua el escenario de sus aventuras. Se encontraba un día luchando a muerte con un cocodrilo, en los pantanos del extremo sur. Vio transformarse la bestia horripilante, a la que estrechaba entre sus brazos, en una Apsaras, que inmediatamente le dirigió la palabra: “Somos cinco, bellas y altivas, irreverentes y maldecidas por un asceta. Yo me llamo Vargā. Te esperábamos para que nos rescatases...” “Entre sus manos, incluso un cocodrilo se transformaba en muchacha”, no dejaron de glosar, una vez más, los malévolos, cuando esta historia empezó a pasar de boca en boca.
En su peregrinaje Arjuna había llegado a la costa del océano occidental. Kṛṣṇa lo encontró en Prabhāsa. Se abrazaron y se sentaron en el bosque. En el fondo, nunca habían hablado a solas. Kṛṣṇa empezó por preguntarle a Arjuna: “¿Por qué estás recorriendo los lugares santos?” Arjuna se lo explicaba. Podían parecer amigos que se intercambiaban anécdotas tras una larga separación. Pero Arjuna se daba cuenta, y quería observarlo con estudiada lentitud, de que Kṛṣṇa era la mirada que miraba su mirada, la mente en el fondo de su mente, que ya sabía todo lo que Arjuna intentaba saber. Con aquel compañero, visible o invisible, toda su vida cambiaba. Ya no bastaba ser un guerrero invencible en el tiro con arco. Ni batirse por el dharma, por la Ley. Antes que todo eso era necesario que la mente se abriera y se separara en aquellos dos fuegos. Una sensación de inquietud, distinta de cualquier otra, se expandía en Arjuna: ahora sabía que, hiciera lo que hiciera, Kṛṣṇa no haría nunca nada en su contra, incluso aunque se opusiera - y con cuánta frecuencia - a su pensamiento, a su mirada, a sus palabras. Ahora las palabras de Arjuna sonaban cada vez más espaciadas, como si en los intervalos se reabsorbiera en el otro, que lo miraba en silencio. Kṛṣṇa lo interrumpió: “Vamos al monte Raivataka. Hay una gran fiesta, con actores y bailarines.”
Kṛṣṇa le muestra a Arjuna a Su Hermana Subhadrā
La montaña estaba iluminada por antorchas como una inmensa sala. La juventud de los Vṛṣṇi zumbaba como un enjambre, adornada con guirnaldas y brazaletes. Arjuna deambulaba, curioso y alegre, y Kṛṣṇa lo seguía. De pronto vio a Subhadrā y se detuvo, inmóvil en medio de la muchedumbre. Era la belleza misma. Pero era además otra cosa: un ser feliz. El tiempo se abría frente a ella. A su espalda, Arjuna oyó la voz insinuante y serena de Kṛṣṇa: “¿Cómo es posible que un poderoso asceta como tú, acostumbrado a la vida en el bosque, sea una presa tan facil para el amor? Ësa es Subhadrā, mi hermana.” Todo sucedía con gran rapidez. Arjuna dijo: “Cuando la miro, la tierra me sonríe.” Kṛṣṇa mostraba esa expresión absorta y reflexiva que solía asumir cuando hablaba del arte del gobierno. Dijo: “Según la regla, un kṣatriya debería cumplir el svayaṁvara. Pero la elección del esposo nunca es del todo segura. Podría preferir a otro. Sin embargo, un kṣatriya puede recurrir al rapto. También está permitido. Rapta a la bella Subhadrā. Es mi consejo. De todo lo demás ya me ocupo yo.”
Al final de los doce meses Arjuna se presentó ante sus hermanos y ante Draupadī. Subhadrā estaba junto a él, rutilante en su vestido de seda roja. Draupadī miró a Arjuna y dijo: “Cuando se deshace un fardo, el nudo más viejo se desata en primer lugar.” Arjuna intentó replicar, como por obligación. Parecía que Draupadī, severa y altiva, no lo oía.
Tiempo después, Arjuna volvió a presentarse a Draupadī con Subhadrā. La había hecho vestir como una gopī. Estaba aún más hermosa, si eso era posible. Renacía en ella una remota felicidad, la de los primeros años de su hermano, Kṛṣṇa. En esta ocasión, fue Subhadrā quien se dirigió a Draupadī. Dijo: “Soy Subhadrā, tu sierva. “ Draupadī sonrió. “Haz que al menos tu marido no tenga a sus hermanos por rivales,” dijo. Subhadrā repuso, con voz fervorosa: “Así será....” Desde ese momento no hubo más discordias entre ambas mujeres. Pocos meses después Subhadrā dio a luz a Abhimanyu.
Arjuna llevado al cielo por Mātali (auriga de Indra)
En el cielo de Indra nunca había existido tanta curiosidad como cuando Arjuna estaba a punto de arribar a él. “¡El hijo! ¡El hijo! ¡El predilecto!”, se sentía murmurar. Mientras tanto, Arjuna miraba a su alrededor, entre los picos, las morenas y los valles oscuros y azules del Himālaya, donde había descubierto el terror y la soledad absoluta. Pero ahora saludaba a las montañas con gratitud y emoción: “He vivido feliz entre vosotras”, decía. “Aquí he descubierto el tapas y lo he practicado hasta que los bosques han comenzado a arder. Aquí he permanecido inmóvil durante meses, alimentándome de viento. Aquí he visto pasar innumerables criaturas efímeras, carentes de karman, que sólo obedecían al imperativo: “¡Vive! ¡Muere!” Aquí me he batido con un cazador salvaje que hizo de mí una albóndiga sacrificial, untada de sangre, antes de entregarme el arma que vence sobre todas las armas, la cabeza cortada de Brahmā, que puede ser arrancada con el pensamiento, con la mirada, con la palabra o con el arco.” Continuaba enumerando con orgullo los episodios de su vida solitaria. No parecía siquiera que el cielo lo atrayese.
Fue entonces cuando el auriga Mātali irrumpió desde las nubes con el estandarte Vaijayanta izado, de un azul profundo, y el carro del que sobresalían guedejas de serpientes. “Tu padre te llama...”, dijo. “Quiere que todos los Celestes te acojan...” Mientras el carro se elevaba con él, Arjuna vio otros millares de carros que vagaban por el aire. Las luces que emitían eclipsaban al sol y a la luna. Mātali se los señalaba como si fuera una guía, precisando el nombre de aquellos a quienes pertenecían. En su mayoría eran antiguas serpientes, a las que Arjuna apenas había oído nombrar alguna vez. Supo que se acercaba a la residencia divina cuando se delineó un enorme elefante blanco, con cuatro colmillos. “Debe de ser Airāvata...”, pensaba Arjuna, cuando ya Amarāvatī, la ciudad de Indra, se abría de par en par ante sus ojos. Una multitud ruidosa y abigarrada lo esperaba. Más que los dioses, que fue reconociendo poco a poco, le impresionaba la multitud de Gandharva y de las Apsaras. Acaso aún más bellos que los dioses, ligeros, vibrantes, frívolos, esos seres parecían los aborígenes del cielo. Después vio al padre, bajo una ligera sombrilla blanca, oculto por un abanico fragante. Los cantos de los Gandharvas formaban frenéticos torbellinos, y las Apsaras movían lentamente las caderas. Nadie había notado jamás una ternura semejante en la mirada de Indra. Se acercó a Arjuna, le cogió la mano, le acarició la mejilla y los largos brazos. La palma abierta del rey de los cielos mostraba las cicatrices dejadas por el rayo, mientras la acercaba, con gesto cauto y casi incrédulo, al torso de Arjuna, al tiempo que aspiraba el olor de su cabeza. Después Indra guió a su hijo hacia el trono y se sentó junto a él. Quizás, para Arjuna, ése fue el primer momento de completa beatitud. Nada se le exigía. Abolido el peso del deber. El cielo era un espectáculo especialmente preparado para aquel día.
Miraba cómo se afanaban los Gandharvas con palanganas llenas de agua para lavarle los pies, para que se refrescara después de su largo viaje. La mirada de Arjuna recorría el círculo agitado de las Apsaras. Preguntó sus nombres, susurrando a Mātali, que permanecía a su lado. Mātali enumeró: “Ghṛtācī, Menakā, Rambhā, Pūrvacitti, Svayaṁprabhā, Urvaśī, Miśrakeśī, uṇḍu, Gaurī, Varūthinī, Sahā, Madhurasvarā....” Y aún no había terminado. Arjuna no podía seguirlo. Algunos de esos nombres evocaban historias que había oído en su infancia, acerca de princesas, ṛṣis, guerreros y cazadores. Pero aquellas heroínas parecían haber vuelto agrupadas en una compañía de baile, como si todas juntas formaran una sola historia, un solo rostro, orgullosas de su forma de refractarse y centellear. “Tendré que aprender a reconocerlas...”, pensaba Arjuna. No dejaba de recorrer con la mirada, incansable, aquellos cuerpos. En su regocijo, en su fulgor, los ojos que encontraba tenían algo de vacuo, de indiferente, como piedras engastadas. Incluso los undosos senos, sostenidos por corpiños perlados, incluso las suaves caderas parecían pintadas. Hasta que Arjuna se vio impulsado a detener sus ojos sobre los de una Apsaras en particular. “Pómulos prominentes, igual que los míos”, pensó. Advirtió que su mirada se hundía en aquellos ojos lejanos y firmes como en un lago. “¿Quién es aquella Apsaras de pómulos prominentes?”, preguntó a Mātali. “Es Urvaśī”, dijo el auriga.
“¿Qué se puede hacer en el cielo?”, se preguntaba Arjuna en sus habitaciones, mientras su pensamiento iba ya en busca de sus hermanos, de los que acababa de separarse. “Se reciben armas como dádiva”, le respondería, poco después, su padre. Indra lo adiestró en el uso de la vraja, del rayo. “Pero eso no es todo”, agregó. “Ahora deberás aprender las danzas y los cantos que los hombres ignoran”, dijo señalando a un Gandharva que lo seguía. “Ése es Citrasena. Será tu amigo y maestro. Confíate a él.”
Arjuna rechaza a Urvaśī, castigo de Arjuna como mujer
Ahora Arjuna sabía cantar y bailar como se hace en el cielo de Indra y los hombres no saben. Practicaba todos los días, con los Gandharvas y las Apsaras. Pero no estaba tranquilo. No dejaba de pensar en sus hermanos errantes y agraviados, en la tierra. Citrasena lo comprendía y hábilmente distraía su mente hacia otra cosa. “¿Cómo se llama aquella Apsaras que ha pasado hace un momento y que miraba de reojo?”, preguntó un día Arjuna. “Es Urvaśī”, contestó Citrasena, mientras pensaba: “Nadie sino Urvaśī podrá retener a Arjuna en el cielo.” Citrasena fue enseguida a ver a Indra y le contó lo ocurrido. Indra le encargó entonces que actuase como intermediario para que Arjuna y Urvaśī se conviertieran en amantes.
Urvaśī lo acogió como si ya conociera la misión dispuesta por Indra. “Citrasena, no gastes más palabras de las necesarias. Ya he visto la belleza de Arjuna. Y tú sabes que me gustan los hombres”, dijo con una sonrisa sin alegría. Después, bajando la voz, como si hablara para sí misma, agregó: “Estoy obligada a que me gusten los hombres.” Esa misma noche, fragante de pomada de sándalo, acompañada de débil tintineo de su tobillera, un tanto bebida, Urvaśī se presentó en las habitaciones de Arjuna. Pero a él no lo invadió la delicia, sino una forma desconocida de terror. Sin pensarlo, bajó la mirada. Susurró palabras de saludo formal. Urvaśī repuso, con su voz de contralto: “Cuando llegaste rodeado de centenares de seres celestiales, me miraste una vez, con tu mirada que no cede. He recordado esa mirada. Hace siglos que la conozco. Después Citrasena vino a visitarme y me dijo que tú también la recordabas. Ahora estoy aquí...” A medida que Urvaśī hablaba el terror de Arjuna crecía. Se tapaba las orejas como un niño. Después dijo: “Es verdad que te he mirado. Pero después he comprendido que tú eres la madre de la dinastía lunar. Y yo soy el último de los hijos de la dinastía lunar. Eres mi madre. ¿Cómo podría tocarte?” La mirada de Urvaśī era triste y fría. Dijo: “Nosotras, las Apsaras, no sabemos de vínculos. Nuestro reino es la emoción. Aborrecemos la utilidad. Sin embargo, si en la tierra conocéis el fuego es sólo gracias a que un día lejano abandoné a aquel que me deseaba, que era tu padre. El fuego fue liberado por mi ausencia. Todavía arde. Arderá siempre. Esta vez soy yo quien te sigue. No me rechaces.” Arjuna estaba rígido: “Sólo te debo respeto.” Urvaśī se puso lívida: “Ultrajas a una mujer que te ha ofrecido tu padre. Rechazas a una mujer que te desea. Entonces vivirás como una mujer entre las mujeres y bailarás con ellas. No eres digno de otra cosa.” A continuación Urvaśī desapareció en la noche.
Urvaśī se desnudaba como una sonámbula, todavía encendida por sus airadas palabras. Con una sílaba de desprecio en los labios. Después se acostó en su cama y recuperó esa expresión que tantos admiraban y sostenían que sólo a ella pertenecía: “Sin embargo, nadie se parece tanto a Purūravas como Arjuna.” Después, una vez más, como tantas otras veces había ocurrido a lo largo de los siglos, se retiró al lago del recuerdo.
Urvaśī como hija de Arjuna
Apenas Urvaśī desapareció, Arjuna se sintió furioso contra sí mismo. Sabía que nunca volvería a encontrar a esa belleza prodigiosa. Después de todo, ¿a qué venía semejante sometimiento y temor frente a un antepasado de quince generaciones atrás? Sin embargo, una voz imperiosa le había ordenado no tocarla. Mientras pensaba en esto, tenía una mano sobre su muslo derecho. Notó algo bajo las yemas de los dedos, como una antigua herida. Y el vislumbre de una imagen que no conseguía ubicar en el tiempo ni el espacio. Dos jóvenes casi idénticos sentados sobre un asiento en la roca. El aire era terso, reverberante. Al fondo, un ruido de agua. Alrededor, un torbellino de perfumes, de Apsaras. Pero ambos jóvenes permanecen impasibles. De pronto, uno se golpea un muslo. Una minúscula figura femenina, perfecta, adornada, surgía de esa parte de su cuerpo. Después crecía y apuntaba al cielo. La reconocía. Murmuró: “Urvaśī, surgida del muslo, ūru... Eres además mi hija...” Pero no consiguió articular ese pensamiento y fue presa del sueño.
Arjuna en la corte de Virāṭa
Arjuna vivió durante un año como eunuco en la corte de Virāṭa. Los cabellos le caían sobre los hombros, y entre sus rizos relucían largo zarcillos. Llevaba en las muñecas brazaletes de oro incrustados de madreperlas. Los brazos cubiertos, para esconder las cicatrices provocadas por la práctica del arco. Virāṭa no pudo creerlo cuando lo vio. En aquel ser visiblemente femenino podía aún reconocer al guerrero. En su senil aturdimiento se ofreció a cederle el reino, olvidando a su hijo. Pero Arjuna insistía: “Soy un eunuco. Sólo deseo enseñar música y baile a tu hija Uttarā.”
Ese año fue una sutil y continua embriaguez, y al mismo tiempo una prueba muy dura, extenuante. Por la noche, Arjuna contaba historias de monstruos, princesas y guerreros a un corro de muchachas que lo adoraban como soldados. El día transcurría en el pabellón de las danzas. El reino de Virāṭa era opulento y turbio. La vida seguía un ritmo fisiológico, ajena al espíritu. Arjuna solo veía muchachas que imitaban sus movimientos. El tormento fue Uttarā. Desde un principio Arjuna se hizo el propósito de no tocarla jamás. Sin embargo, tenía la impresión de estar constantemente unidos, como cuando Arjuna cantaba y Uttarā se le unía con su voz. “Uttarā, Uttarā...”, se sorprendía murmurando Arjuna en la larga calma de la siesta, inmerso en el aire vicioso como un líquido amniótico. “La Extrema, la Última, Aquella-que-viene-del-norte, Aquella-que-hace-franquear, Uttarā, Uttarā...” Sabía que, acerca de la princesa, su discípula, no podía más que delirar. La imaginaba como a una criatura descendida de Uttarakuru, aquella tierra que nadie había pisado y a la que se imaginaba cuadrada y ubicada en el extremo norte. En sus vagabundeos había llegado a rozarla. Ahora que Arjuna conocía las profundidades marinas y el cielo de Indra, y se sentía saciado de ambos, sólo en aquel nombre se condensaba lo desconocido. Y recordaba también una de las tantas historias de Uttarakuru que había oído en su infancia, sin prestarle demasiada atención; y sin embargo ahora le volvía a la memoria, irreprimible. La historia de dos amantes que nacían y morían juntos, abrazados, después de recorrer juntos once mil años; y esos mil años finales lo intrigaban. Entonces una multitud de pájaros Bhāruṇḍa, de poderosos picos, levantaba sus cuerpos y los depositaba en unas grandes cavernas del monte. No quedaba de ellos traza ni memoria alguna. Eso lo divertía - no la desmesurada duración de sus vidas -, como si por un momento se aliviase de la carga de la guerra inminente, del dharma, de los hermanos, de la memoria que estaba obligado a dejar. Repetía, hechizado: “Once mil años de vida y ni una traza.”
Para Uttarā aquella época fue aún más tortuosa. Era poco más que una niña y estaba a punto de dejar el capullo de sus amantes invisibles. “El primero en poseerla fue Soma, después vino el Gandharva. El tercer esposo fue Agni, cuarto es aquel que ha nacido del hombre.” No existe, en la mente femenina, un estado sin amantes. Lo que existe es una sucesión de amantes, en la que el hijo del hombre sólo puede ocupar el cuarto lugar. Sin saberlo, Uttarā había convivido con Soma, con el Gandharva y con Agni. Ahora deseaba un hombre, cualquiera que fuese. Lo encontró en Arjuna, aquel eunuco que le enseñaba a cantar, le transmitía su voz como un estremecimiento y evitaba todo contacto. “Eres más inasible que un Gandharva, más lejano que todos los dioses, pero yo estoy en ti, modulada en tu voz...”, murmuraba Uttarā, sollozando de felicidad.
Uttarā y Abhimanyu
Entonces Arjuna comprendió cuán largo era el brazo de la venganza de Urvaśī. La había rechazado como si fuese su madre, y ahora debía rechazar a Uttarā como si fuese su hija. Arjuna recordó ciertas palabras que Kṛṣṇa había dicho una vez, deprisa: “Incluso las maldiciones de las que somos víctimas deben servirnos.” Lentamente pergeñó un plan. Había algo en Uttarā que estaba más allá de la belleza. Algo que estaba más allá. Sus poros emanaban un olor inaudito, salobre, contraseña clandestina de la barquera hacia otro mundo, posterior a aquel que estaba a punto de ser engullido. Arjuna se afanó para que Uttarā se convirtiese en esposa de su hijo adolescente, Abhimanyu. De esa forma hubieran seguido mirándose como amantes pero sin tocarse jamás. Nacería de Uttarā el último de la estirpe del los Pāṇḍava: Parīkṣit, que nació muerto pero al que Kṛṣṇa devolvió la vida. Sería más tarde el padre de Janamejaya, aquel que por primera vez oyó contar las aventuras de su estirpe: el Mahābhārata.
Janamejaya y el sacrificio de las serpiente
Janamejaya fue un soberano excesivo. Se tensaban en él casi hasta romperse las potencias del sacrificio y del relato. Fue Janamejaya quien celebró el sacrificio de las serpientes, que era ante todo un intento de exterminio. Fue Janamejaya quien instigó a Vaiśampāyana a hacerse contar por Vyāsa la historia del Mahābhārata, para que Vaiśampāyana se la contase después al propio Janamejaya y a los numerosos brahmanes que participaban en el sacrificio de las serpientes. El exterminio de las serpientes debía alternarse con la historia del exterminio de los héroes. Cada uno se lo explicaba al otro. Y ambos fracasaban, porque dejaban un resto, un residuo: el propio Janamejaya, último superviviente de la estirpe de los héroes, que intentaba con furia el exterminio de las serpientes, pero que no lo conseguía, porque también esta vez una serpiente se salvaba; justo con el momento en que estaba a punto de caer en el fuego. Era Takṣaka, primer enemigo de Janamejaya, que había sobrevivido a la hoguera del Bosque de Khāṇḍava. Basta con eso para que las historias prosigan, para que se mezclen con otros sacrificios, con otras guerras, con otros exterminios, para que la pareja de los soberanos entrelazados, el rey y la serpiente, continúe propagándose. Hasta que vuelvan a deslizarse sobre el agua, cada uno vuelto hacia el otro, el dios y la serpiente, Viṣṇu y Śeṣa.
El perro apaleado por los hermanos de Janamejaya
Janamejaya y sus tres hermanos estaban recostados durante una sattra, uno de aquellos sacrificios interminables en el curso de los cuales los oficiantes también tienen que arrastrarse. Se apoyaban en el suelo del Kurukṣetra, que tres generaciones atrás se había empapado con la sangre de sus antepasados, de todos los linajes. Muchas generaciones atrás, ese mismo suelo había sido pisado por los dioses, que habían celebrado allí otros sacrificios, antes de huir hacia el cielo. Era un día bochornoso, el aire estaba inmóvil. Los cuatro hermanos se miraron, abrumados. Se acercó un perro, un vagabundo. Estaba atemorizado, caminaba con gran lentitud. No sólo no se atrevió a encaminarse hacia las ofrendas que estaban en el centro del círculo, para lamerlas, sino que ni siquiera se atrevió a mirarlas. Se movía oblicuamente, con la cabeza gacha. De pronto, como obedeciendo a una señal, los tres hermanos de Janamejaya se levantaron y empezaron a golpearlo. Batían sobre los magros costados del animal con palos largos y finos. El perro lanzaba aullidos agudos. Fue su única defensa. Después huyó cojeando y desapareció.
Todo lo que durante milenios había sucedido en el Kurukṣetra se precipitó en aquel momento, en aquella escena, como una catarata del tiempo. Fue el momento escogido por el vidente Vyāsa para remontar la corriente y narrar todo cuanto había acontecido en el Kurukṣetra. Escogió el punto más fútil y más oscuro, porque desde él se difunde algo “incomensurable, que santifica, purifica, pacifica y trae buenos augurios”, algo “a cuya costa vivirían los mejores poetas, como los siervos ambiciosos que viven a expensas de un noble patrón.”
Mientras tanto, el perro apaleado había ido en busca de su madre Saramā, la perra de los dioses, y se lamentaba. “Algo malo habrás hecho”, dijo Saramā. “No he hecho nada. No he lamido las ofrendas. Ni siquiera las he mirado. Pero los hermanos de Janamejaya me golpearon.” Entonces Saramā pensó que Janamejaya, aunque se había limitado a observar la escena, merecía un castigo. No tuvo en cuenta a sus hermanos. Más grave que haberlo hecho era haberlo presenciado.
Mahābhārata, sus nudos parvan
No hay otra historia que pueda compararse en complejidad al Mahābhārata. No sólo por la extensión del texto, tres veces más largo que la Biblia y siete más que la Ilíada y la Odisea juntas. ¿Por qué Vyāsa quiso contar de esa forma y no de cualquier otra los acontecimientos de una guerra entre primos, que tuvo lugar en una llanura del noroeste de la India? ¿Por qué hasta el marco mismo de la narración es tan complejo que causa vértigo? ¿Era acaso un artificio para aludir a la infinita complejidad de la existencia? Pero eso sería una banalidad - y después de todo no era necesario semejante esfuerzo. La décima parte de esas historia habrían bastado para suscitar la misma impresión. ¿Y el resto? Siempre hay un resto, un exceso, algo que desborda o traspasa en aquello que aconteció en la Isla de Jambū. Nunca se distinguen formas netas, recortadas en el aire, sino largos ribetes, cintas de piedra repletas de figuras. Podrían continuar hasta el infinito. Son crestas de las olas de una “migración” saṁsāra. La guerra entre los Pāṇḍava y los Kaurava es un “nudo” (parvan, “nudos”, se llaman precisamente los libros que componen el Mahābhārata), sólo uno entre los innumerables nudos que tejen todo con todo. Si nos remontamos hacia atrás, hacia aquello que lo ha precedido, o avanzamos un poco más, hasta después de su conclusión, nos sentiremos rozados, a ambos lados, por una red, y enseguida atravesados por la certeza de que jamás veremos los bordes de esa red, porque no existen. Éste es ya un conocimiento menos obvio: que principio y fin, términos con los cuales la mente juega permanentemente, no existen en sí mismos. Cuando los videntes hablan del origen, y se elevan hasta el punto más remoto, allí donde aún no se ha separado lo existente de lo no existente, incluso ese punto no es un inicio sino un resultado. Un residuo. Algo había sucedido antes - todo un mundo había sucedido antes - para que se formase aquel grumo que navega sobre las aguas como un pecio. El principio es un naufragio. Éste fue el supuesto del que partieron los videntes. Fue también el supuesto del Mahābhārata.
Era como si de pronto todos se hubieran cansado de realizar gestos que poseyeran un significado. Querían quedarse sentados, en la hierba o alrededor de las brasas, escuchando historias. Eran historias en las que solían contarse y describirse esos mismos ritos que estaban cumpliendo quienes escuchaban. Pero ahora esos ritos se volvían episodios de grandes acontecimientos sangrientos, pretexto para rivalidades y traiciones. Las historias habian dejado de ser una pausa de recreo dentro de la secuencia ritual; ahora el rito mismo se volvía un pasaje dentro de las historias, como podía serlo un duelo o una noche de amor. ¿De dónde venía el sentido, entonces? ¿Era el rito el que daba sentido a las historias? ¿O las historias sólo tenían un sentido y utilizaban el rito como su materia? ¿Y si tanto las historias como el rito hubieran tenido sentido, pero ese sentido no hubiera sido el mismo para ambos? Se oscilaba, así, entre una saturación de significados y su anulación recíproca en la parálisis. Los ritos - se sabía - servían para conquistar el cielo. ¿Y las historias? ¿Para qué servían las historias? En el fondo, toda la materia contada en el Mahābhārata tendía, como a su resultado último, al sacrificio de las serpientes, que debía celebrar el único heredero superviviente de los héroes del poema: Janamejaya. Ese sacrificio era un largo acto desatinado, menos una ceremonia que un intento de exterminar una raza, la de las serpientes, más antigua que los hombres y que quizás sobrevivirá a los hombres, porque en el fondo los hombres son ante todo el sueño de un dios a la deriva, tendido sobre las vueltas de una serpiente enroscada. ¿Significaba eso que el sentido de las historias podía aparecer solamente en el curso de un sacrificio insensato? Pero la insensatez de ese sacrificio, ¿no era justamente el sentido secreto al que sólo podía acceder quien hubiese recorrido antes toda la narración del Mahābhārata? ¿Cómo era posible que la plenitud del significado ritual hubiera acabado por desembocar en la insensatez? Cualesquiera que fuesen las respuestas, una novedad se imponía: el acto ya no bastaba. Hacía falta además el relato de ese acto y de otros actos, y no todos ellos rituales. Entonces, en la oscuridad del tiempo, cuando todo se invierte y se trastorna, hubiera debido comenzarse - y terminar - con las historias de una de las tantas disputas dinásticas, de una de las tantas guerras que se habían desencadenado dentro de una superficie que, bien mirada, era bastante pequeña, aunque largamente trajinada por los dioses. Justamente aquel derroche de casos y vicisitudes había sido el envoltorio en el que se había resguardado el saber antiguo, que ya no podía subsistir por sí solo. De esta forma, el Mahābhārata fue llamado el Quinto Veda y al principio de la obra se leen estas palabras: “Un brahmán, aunque conozca los Cuatro Vedas con sus ramas y las Upaniṣad, si no conoce este poema no posee saber alguno.”
Llegó un día, en la oscuridad de los tiempos, en que se hizo evidente que los Cuatro Veda no agotaban todas las especies del saber. Los himnos y los actos rituales seguían siendo autosuficientes en su significado. Pero, en el intervalo entre uno y otro acto, penetraba en el tiempo el acto de alguien que contaba una historia. Sentados en el recinto del rito, escuchaban. Durante meses y meses, mientras el caballo sacrificial vagaba en libertad, el rey escuchaba historias. Después se traía al caballo para darle muerte, para que su cuerpo exánime yaciera durante una noche, las patas entrelazadas con las piernas desnudas de la mahiṣī, la primera reina. El tiempo dedicado al relato, que al principio había sido considerado como un apéndice del saber, creció en sus intersticios como la hierba entre un ladrillo y otro en el altar del fuego, se expandió y se multiplicó en historias que engendraban otras historias, y así hasta envolver enteramente la construcción del saber, dentro del que había aparecido furtivamente, como un entremés. Fue el origen de la literatura. Primero es una hierba, después una planta trepadora que se mete entre las comisuras de los ladrillos y los destruye desde dentro.
Otro día sucedió que el vate Ugraśravas, durante un intervalo de un sacrificio de doce años que se celebraba en el Bosque de Naimiṣāraṇya, comenzó a contar la historia de la guerra de los Kauravas y de los Pāṇḍavas, que había oído relatar a Vaiśampāyana durante un intervalo del sacrificio de las serpientes celebrado por el rey Janamejaya, nieto de Arjuna y último descendiente de los Pāṇḍavas, allí donde después se asentó la ciudad de Taxila. Vaiśampāyana, a su vez, había oído aquella historia de labios de Vyāsa, que había tenido la visión global de ella y era también uno de sus actores, como abuelo tanto de los Pāṇḍavas como de los Kauravas, y consejero de ambos. Así fue narrado el Mahābhārata.
Al principio los Ārya celebraban ritos que eran al mismo tiempo cantos de alabanzas que iluminaban los ritos. En un cierto punto se encontraban celebrando los mismos ritos, que separaban las diversas fases del rito, durante los que se contaban largas historias sobre reyes y guerreros, de las que formaban parte los ritos mismos que se estaban celebrando en esos momentos. Con los antiguos cantos de alabanzas se compuso el Ṛg Veda, que es el saber de la alabanza”, ṛc. Con las historias que se contaban en los intermedios de los ritos se compuso el Mahābhārata, el más vasto epos que conoce el mundo. Siempre callaron acerca de cómo y por qué se pasó de una forma a la otra. A pesar de que la ubicación en el tiempo oscila en un intervalo de muchos siglos se puede afirmar que ambas formas están separadas al menos por mil años. ¿Qué sucedió durante ese tiempo? ¿Por qué se multiplicaron las historias de los reyes y de los guerreros?
Pasaron a la épica, que es el umbral de la historia, cuando constataron que el sistema de ritos producía resultados aberrantes. En otros tiempos el rito había absorbido a la historia: toda traza de invasión, de combate, de acecho se reconocía en el rājasūya, la ceremonía de la consagración del rey... Pero ahora sucedía lo contrario. Se disponía un rito, como el rājasūya de Yudhiṣṭhira, o como - tres generaciones después - el sacrificio de las serpientes de Janamejaya, durante el cual ya se relataba el sacrificio de Yudhiṣṭhira, y entonces algo se escapaba de las manos: las consecuencias del rito se volvían hechos - esta basta, empozoñada clase de acontecimientos. Hechos horrorosamente visibles. Draupadī ultrajada, los Pāṇḍavas exiliados, Arjuna abatido por unos de sus hijos. No sólo el rito se mostraba ya incapaz de canalizar la violencia, sino que la multiplicaba, como una máquina - ya no del deseo, sino de la ruina. Hasta cabe preguntarse si no era el rito mismo, aquella fe en la absoluta precisión y veracidad del acto, lo que acababa por engendrar los peores males.
¿Pero podía sostenerse una cosa semejante? Hubiera sido una tesis impía, como tantas otras que circulaban. Había que demostrarla, en todo caso. Pero ¿cómo se demuestra una cosa? Haciendo que suceda. Hacer que una cosa suceda y contar esa misma cosa coinciden en un punto: dejan una impresión en la mente. Contar es un hacer que suceda impulsado a la velocidad suprema, la de la mente. Hacía falta una historia que demostrase todo esto - que era, además, el todo, porque el rito trabaja con el todo. Pero las historias son siempre puntuales, son historias de alguien en particular o de varios sujetos en un cierto periodo de tiempo, en una cierta combinación de circunstancias que no puede haber existido previamente. Hacia falta por lo tanto una historia que canalizara al todo, remontándose hacia atrás y proyectándose hacia delante, y lo dejase correr por una única ranura, como el agua que corre por una yoni de piedra. Fue la historia de los cinco hermanos en un reino de la llanura entre el Gaṅgā y la Yamunā. Así Vyāsa, que la compuso (que la vio), y que fue además uno de sus actores (después de todo aquellos cinco príncipes eran sus nietos), dijo en un pasaje de esta historia: “Todo lo que está aquí se encuentra también en otra parte. Pero aquello que no está aquí no está en ninguna parte.” Era la primera de aquellas “obras perfectamente completas, en las que se expresa todo”, que después irrumpirían cada tanto - desde el Ring de Wagner hasta la Recherche de Proust - como una exigencia imperiosa, suscitando de inmediato, junto con la admiración, cierta intolerancia, porque su significado es excesivo, incluso cuando, después de haberlas oídos, “cualquier otra historia parecerá áspera, como lo parece el graznido del cuervo después de haber oído al cuclillo.”
Las últimas batallas bajo los muros de Troya fueron narradas por Homero, poeta ciego; la batalla de Kurukṣetra nos ha llegado tal como fue contada a un rey ciego por un personaje al que Vyāsa, autor de la narración y al mismo tiempo su personaje, había concedido el don de la visión total: la omnisciencia del narrador. En un determinado punto de la narración, que puede ser desplazado pero no eliminado, nos topamos con la ceguera. ¿Ello se debe tan sólo a que quién ve demasiado, como Tiresias, acaba por ser castigado precisamente en la vista? ¿O es algo ulterior que se anuncia, algo que tiene que ver con el mismo acto de narrar? La narración presupone la desaparición de la realidad. No tiene sentido contarle algo a quien ha sido testigo. Pero cuando lo real ha quedado sumergido en el espacio y en el tiempo - que es por lo demás su estado más frecuente -, sólo queda una cámara oscura donde vibran las palabras. Que sean las del autor, como en el caso de la Ilíada, o las del primero que las oyó, como en el Mahābhārata, es indiferente: autor y oyente coinciden en el origen. Sólo hace falta una escena sangrienta, envuelta en una luz perpetua, y una mirada frente a la que se dibujan débiles señales sobre un trasfondo de tinieblas. (Ka, Roberto Calasso).
Arjuna (hijo de Raivata Manu):
Arjuna: árboles
arjuna. Arjuna (C. 1º, Cap. 15, V. 18).
arjunaḥ. Arjuna (C. 1º, Cap. 7, V. 55).
arjunaḥ. de nombre Kārtavīryārjuna (C. 9º, Cap. 15, V. 17-19).
arjunaḥ. Kārtavīryārjuna (C. 9º, Cap. 15, V. 33).
arjunaḥ uvāca. Arjuna dijo (C. 1º, Cap. 7, V. 22).
arjunaiḥ. árboles arjuna (C. 8º, Cap. 2, V. 9-13).
Aj:Øün:H (arjunaḥ) = Arjuna
arjunam. a Arjuna (C. 1º, Cap. 7, V. 34).
Aj:Øün:ö (arjunaṁ) = unto Arjuna
arjunapāla. Arjunapāla (C. 9º, Cap. 24, V. 44).
Arjunapāla:
arjunasya. de Kārtavīryārjuna (C. 9º, Cap. 16, V. 9).
arjunau. los árboles gemelos arjuna (C. 10º, Cap. 9, V. 22).
ARJUNA VISVASA:
He was a disciple of Narottama Thakura. In Premavilasa 20, it is stated that he was extremely competent in offering Guruseva. (Narottamavilasa 12)
Fue discípulo de Narottama Thakura. En 20 de Premavilasa, se afirma que fue muy competente en la oferta de Guruseva. (Narottamavilasa 12)
Aj:Øün:y::ðH (arjunayoḥ) = and Arjona
arjunayoḥ. de los Arjunas (C. 1º, Cap. 12, V. 21).
arjunayoḥ. de los dos árboles arjuna (C. 2º, Cap. 7, V. 27).
arjunayoḥ. los dos árboles arjuna (C. 10º, Cap. 10, V. 26).
arjunāt. de Arjuna (C. 9º, Cap. 22, V. 29).
ARJUNI:
He was from the village Naihati, and a disciple of Syamananda Prabhu (Rasikamangala Daksina 12.3) Syamananda Prabhu, along with Rasikananda Prabhu, held three holy festivals in the house of Arjuni.
Era de la aldea Naihati, y fue discípulo de Syamananda
Prabhu (Rasikamangala Daksina 12.3) Syamananda Prabhu, junto a
Rasikananda Prabhu, celebró tres santos festivales en la casa de Arjuni.
Arjuni. The white or clear. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
Arjuni. El blanco o claro. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).
Arjunis. Two lunar mansions. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
Arjunis. Dos mansiones lunares. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).
ARJUNIS. (sáns.). Dos mansiones lunares.
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