lunes, 24 de diciembre de 2012

114JC - aplav-appar



SRI

NRSIMHADEVA

MULTIPLY


juancas

SRI NRSIMHADEVA - MULTIPLY

Creado por juancas  del 24 de Diciembre del 2012



114JC - aplav-appar
Jun 22, '07 7:06 AM
para Todos


aplav

aplava-īśām. de los no devotos, que no se han refugiado en los pies de loto de la Suprema Personalidad de Dios (C. 4º, Cap. 22, V. 40).

aplāvitaḥ. sin ser tocado (C. 8º, Cap. 9, V. 25).

aplu

Aplustro. En las naves romanas, adornos de madera en la popa, figurando plumas de aves.

āpluta. bañados (C. 7º, Cap. 6, V. 27).

āplutaḥ. abrumado, sobrecargado (C. 10º, Cap. 3, V. 11).

āplutaḥ. santificado (C. 3º, Cap. 1, V. 19).

āplutāḥ. se bañaron (C. 1º, Cap. 8, V. 2).

āplutāḥ. se bañaron (C. 4º, Cap. 14, V. 36).

āplutaḥ. siempre inmerso en amor por la Suprema Personalidad de Dios (C. 8º, Cap. 4, V. 8).

āplutam. sumergidos en (C. 3º, Cap. 8, V. 10).

āplutya. bañándose (C. 4º, Cap. 2, V. 35).

Apnana. The passage leading to the place of sacrifice. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).


Apnana. El paso hacia el lugar del sacrificio. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).

Apnavana. The name of a Rishi belonging to the family of Bhrigu. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).

Apnavana. El nombre de un Rishi perteneciente a la familia de Bhrigu. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).

apno

āpnoti. alcanza (C. 4º, Cap. 29, V. 28).

āpnoti. logra (C. 4º, Cap. 20, V. 33).

āpnoti. obtiene (C. 3º, Cap. 31, V. 6).

āpnoti. se enreda (C. 7º, Cap. 13, V. 28).

āpnoti. se obtiene (C. 9º, Cap. 22, V. 14-15).

apnu

āpnuvanti. logra (C. 2º, Cap. 2, V. 23).

āpnuvanti. pueden alcanzar (C. 8º, Cap. 3, V. 19).

āpnuyāt. puede obtener (C. 6º, Cap. 14, V. 18).

āpnuyāt. obtiene (C. 4º, Cap. 31, V. 31).

āpnuyāt. obtiene con mucha facilidad (C. 7º, Cap. 7, V. 21).

āpnuyāt. puede obtener (C. 6º, Cap. 16, V. 58).

āpnuyāt. se debe conseguir (C. 4º, Cap. 23, V. 38).

āpnuyuḥ. pueden alcanzar (C. 8º, Cap. 24, V. 46).

apo

Apoastro. Punto de la órbita de un astro en el que se encuentra a la máxima distancia del astro principal en torno al cual gravita.

Apocatasis. Dícese del curso de los planetas, cuando después de cierto tiempo vuelven al mismo signo.

Apocatástasis. Dícese del curso de los planetas, cuando después de cierto tiempo vuelven al mismo signo.

Apófasis. Palabra griega que significa «negación». La teología apofática dice de Dios lo que él no es, más que lo que él es. (Dicc. De la Santa Tradicción, Padre Henri Stéphane)
Apogear. Hallarse un planeta en el apogeo o próximo a él.

apogear un planeta. Hallarse el planeta en el apogeo o próximo a él.

Apogeo. Punto de la órbita de la luna o de algún otro satélite de la tierra, natural o artificial que se encuentra a mayor distancia de la tierra.

Apogeo. En el movimiento, real o aparente, de un cuerpo alrededor de la Tierra, punto de la trayectoria más alejado de nuestro planeta.

Apogeotrópico. Parte de la orbita lunar comprendida entre los ejes de las áspides.

Ap::ðhn:ö (apohanaṁ) = forgetfulness
apohitum. contrarrestar (C. 7º, Cap. 10, V. 64).

apohitum. para disipar (C. 4º, Cap. 25, V. 42).

apohya. abandonar (C. 6º, Cap. 18, V. 20).

apohya. dejando (C. 2º, Cap. 2, V. 13).

apohyaḥ. debe ser evitada (C. 10º, Cap. 1, V. 48).

Apojovio. Apogeo de los satélites de Júpiter con respecto a su planeta, o el punto más distante de este en la órbita que describe a su alrededor.

Apojovio. Apogeo de los satélites de Júpiter con respecto a su planeta.

Apojovio. Punto de la órbita de un satélite de Júpiter en el que éste se encuentra a la máxima distancia del planeta.

APOLO. Divinidad solar griega, a la que se le rendía culto como representativa de las artes, la medicina, la luz y la adivinación. Según la fábula nació en Delos, hijo de Zeus y Leto y fue hermano gemelo de Artemis. Sus santuarios principales estaban en Delfos y Delos. En la poca helénica es llamado Helios y en la romana Febo.

APOLO

Apolo era pastor de Admeto, el rey de Feres en Tesalia, varios siglos antes de instalarse en Delfos como jefe de las Musas. Y como héroe oracular pregriego había sido enterrado en un centenar de islas sagradas. Cuando los griegos consideraron conveniente adoptarlo como su dios de la curación y de la música, centenares de ciudades le tributaron honores, y en la época clásica ya hacia su circuito diario y anual como sol visible. Gwion insinúa a Heinin y los otros bardos de la corte que la verdadera identidad del héroe al que ensalzan irreflexivamente como rey Arturo es Hércules-Dioniso, quien en su segundo advenimiento será el inmortal Hércules-Apolo.

LOS TRES PASTORES TRIBALES DE BRITANIA. Dice Apolo: “Ha pasado mucho tiempo desde que yo era pastor” no sería para ellos más que un recuerdo de la Tríada 85, donde los Tres Pastores Tribales de Britania son citados como Gwydion, que guardaba el rebaño de la tribu de Gwynedd; Bennren, que guardaba el rebaño de Caradoc, hijo de Bran, y que se componía de 21.000 vacas lecheras; y Llawnrodded Varvawc, que guardaba el rebaño igualmente numeroso de Nudd Hael.

Apolo gobierna el corazón, Venus los riñones, Mercurio, los pulmones, Diana (La Luna), la cabeza. El anillo de oro profiláctico en honor de Apolo en las bodas se coloca en el cuarto dedo como anular, este anillo regula el corazón, que es la sede del amor permanente. (La Diosa Blanca de R. Graves, 1º)

APOLO Y TESEO

Que Teseo fuera una criatura de Apolo se puede entender por los muchos signos y homenajes esparcidos en sus aventuras. Teseo se enfrenta continuamente con monstruos, y el primer matador de monstruo es Apolo. El rizo que le caía sobre la frente es ofrecido por el joven héroe a Apolo en Delfos. Cuando llega a Atenas, Teseo arroja un toro por el aire: pero es significativo que esto ocurra en el interior de un templo de Apolo Delfinio. Al mismo templo regresará Teseo, antes de viajar a Creta, con una rama de olivo sagrado envuelta en lana para que el dios le ayude. Cuando captura al toro de Maratón, y los atenienses demuestran gran alegría, Teseo lo hace sacrificar a Apolo. En Delos, después de haber matado al Minotauro, Teseo ejecuta la danza de la grulla, que contiene cifrado el secreto del laberinto. Y Delos es el primer lugar de Apolo.

Pero Apolo calla. En toda la vida de Teseo, Apolo dirá una única frase: “Toma a Afrodita como guía.” Es la frase decisiva. Todas las aventuras de Teseo están rodeadas de un aura erótica. En la expedición cretense, Apolo es el que gobierna desde la sombra. La misión es demasiado delicada para que el dios pueda descubrirse. En la superficie se muestran las diferencias entre Dioniso y el héroe Teseo, en la oscuridad se consolida un pacto entre Apolo y Dioniso. Se trataba de la translatio imperii de Creta a Atenas: los dioses daban el relevo, de los meandros ocultos del laberinto a la evidencia frontal de la acrópolis. Y todo sucedía a través de Teseo, porque había que hablar de otra cosa: de doncellas sacrificadas, amores, duelos, abandono, suicidios, y el melodrama humano debía cubrir con sus arias y con su parloteo la sustancia muda del pacto divino.

Ese cambio de propiedad, que se produce con la expedición de Teseo a Creta, presupone una afinidad entre Apolo y Dioniso a espaldas de la evidente oposición. Pero es una afinidad que no quieren manifestar, entre otras cosas porque no les honra. Aquí los dos dioses están emparejados fundamentalmente porque han sido traicionados por una mujer mortal. Ariadna traiciona a Dioniso con Teseo; Corónide traiciona a Apolo con el mortal Isquis. Para matar a la mujer amada y traidora, Apolo y Dioniso llaman a Artemis, sicario divino, pronta a tensar el arco. Y asisten, silenciosos, a la muerte de la mujer atravesada. No se puede dar mayor complicidad que ésta para ambos dioses: haberse dirigido, con el mismo gesto, a la misma asesina para matar a la mujer que han amado. (págs. 56-57, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

APOLO.

Delos era una cumbre de roca desierta, navegaba siguiendo la corriente como un tallo de asfódelo. Allí nació Apolo, donde ni las siervas infelices acuden a esconderse. Antes que Leto, sólo las focas habían ido a parir a aquel escollo perdido. Había, sin embargo, una palmera, a la que se agarró la madre, sola, hincando las rodillas en la escasa hierba. Y apareció Apolo. Entonces, todo, desde los cimientos, se volvió de oro. De oro también el agua del río, también las hojas del olivo. Aquel oro debía expandirse en la profundidad del mar, porque fondeó Delos. A partir de entonces, ya no fue isla errante.

El Olimpo se destaca de cualquier otra morada celeste por la presencia de tres divinidades innaturales: Apolo, Artemis, Atenea. Irreductibles a una función, imperiosos guardianes de lo único, desgarraron la leve cortina opaca que la naturaleza tejía alrededor de sus fuerzas. El esmalte y el vacío, el perfil, la flecha. Estos son sus elementos, no el agua ni la tierra. Hay algo de autista en los dioses innaturales del Olimpo. Apolo, Artemis y Atenea avanzan rodeados de su aureola. Contemplan el mundo cuando deben golpearlo, pero, si no, su mirada es lejana, como dirigida a un espejo invisible donde encuentran su propia figura separada del resto. Cuando Apolo y Artemis tensan su arco para matar, están serenos, absortos, el ojo permanece fijo en la flecha. A su alrededor los hijos de Níobe ya están atravesados, caídos contra una roca o la tierra desnuda. Los pliegues del ropaje de Artemis ni siquiera tiemblan: toda la tensión está en el brazo izquierdo que sostiene el arco y en el derecho curvado, detrás del hombro, mientras los dedos entresacan del carcaj una nueva flecha mortal. ((págs. 53-54, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

Si Atenea es la hija preferida de Zeus, entre los hijos varones de éste "ocupa el primer lugar Apolo, el más bello y brillante de todos. Como otros vástagos de Zeus, es un dios de la luz, el más puro y poderoso representante de este elemento primordial de la naturaleza, e incluso en su origen simbolizaba simplemente el Sol. Su madre es Leto (Latona), en la que suele verse una representación de la noche oscura. Según la leyenda sagrada, antes de su parto tuvo que andar errabunda durante largo tiempo, pues en todas partes se le negaba acogida por temor al poderoso dios cuyo nacimiento se anunciaba, o bien, según poyadas en el fondo marino. Como luminoso dios del cielo, enemigo de todo lo impuro y perverso, desde poco después de su nacimiento sale Apolo a combatir los maléficos poderes de las tinieblas, dondequiera que se hallaran. Con sus flechas derribó al gigante Titio y al dragón Pitón, un funesto monstruo que, apostado en el angosto valle del Pleisto, junto a Delfos, hacía estragos entre los hombres y los animales. Estos y otros mitos semejantes no son más que una representación transfigurada de la potencia del sol primaveral, que vence a los obscuros poderes del invierno. Más si por una parte Apolo aparece como encarnizado enemigo de todo lo maléfico e impuro, hay mitos de no menos antigüedad que nos lo presentan como un temible dios de la Muerte, que envía funestas pestilencias y con sus certeras flechas arrebata a hombres y animales. Todos estos mitos se explican fácilmente partiendo de la primitiva significación natural del dios. Pues aunque de un lado los cálidos rayos del sol ahuyentan el helado y rígido invierno, a medida que va cobrando vida. De la sangre del favorito de Apolo hizo éste nacer la flor del jacinto, que perpetúa su nombre. Como ampliación natural de su condición de dios de la luz, Apolo es también el protector de los caminos y las casas. Un poste cónico, que solfa levantarse al lado de la puerta de la casa, era símbolo suyo y servía para ahuyentar los maleficios. Con ello enlaza el hecho de que sea también un dios salutífero, que del mismo modo que puede enviar pestilencia y muerte, también sabe prestar el más eficaz auxilio contra toda dolencia corporal. Este aspecto de su personalidad fue luego desarrollado en la figura de su hijo Asclepio (Esculapio), del que hablaremos más adelante. Y la taumaturgia del dios no se limita a sanar los males físicos y exteriores, sino que acude también en alivio de los corazones cargados con la conciencia de la culpa; él es el consolador por excelencia, el purificador de todo pecado y de todo crimen. Hasta a los perseguidos por las Furias acogía a veces con compasivo amor; la leyenda nombra a dos cantores de la época mítica, como Orfeo y Lino. Pero la importancia principal de Apolo para la vida entera del pueblo griego radica en su papel de dios de la profecía, cuyo oráculo ejerció, hasta los últimos tiempos de la antigüedad, una considerable influencia no sólo sobre la política de los distintos Estados, sino también en los destinos de las familias particulares. En realidad, la ciencia del futuro no le pertenecía como un don propio, sino que se limitaba a anunciar como profeta las decisiones de Zeus. El distintivo característico de la adivinación apolínea consiste en el hecho de que el dios no suele revelar el futuro por medio de signos exteriores y visibles para todos, sino que más bien prefiere provocar, en el alma de la persona elegida, como portavoz de su oráculo, un estado de enajenación extática, rayano en el delirio. Por lo común eran mujeres o doncellas las que profetizaban en nombre del dios, o bien en los oráculos e vivían aisladas. La época primitiva conoció un número bastante grande de semejantes oráculos de Apolo, como el de Claros, Colofón, el de Didima, en las cercanías de Mileto, el de Ismeno, próximo a Tebas. Pero con el tiempo todos quedaron obscurecido por el oráculo de Delfos, cuyos dictámenes ejercieron durante largos siglos una influencia casi todopoderosa sobre la historia griega, especialmente en los pueblos de origen dórico. Los transportes de la Pitia o Pitonisa, que tales eran los nombres de la sacerdotisa de Apolo, eran allí provocados o por masticación de hojas de laurel o por los vapores que surgían de una grieta de la tierra sobre la cual se colocaba el trípode sagrado. El estado de éxtasis, durante el cual pronunciaba profecías que sólo eran inteligibles para los sacerdotes del oráculo, se manifestaba exteriormente por espumarajos en la boca y temblores convulsivos del cuerpo. Aunque ya en el primer siglo antes de J.C. el prestigio del oráculo de Delfos no era, ni con mucho, lo que antes había sido, lo encontramos aún mencionado en el siglo IV de nuestra era: por ejemplo, el emperador Juliano el Apóstata lo consultó todavía, según se cuenta. Dedúcese de lo dicho que Delfos fue uno de los principales centros del culto de Apolo. El magnifico templo que allí se levantaba fue reconstruido en tiempo de los Pisistratidas después del incendio que devoró muchos de sus tesoros fue calculado en 10.000 talentos (unos quinientos millones de pesetas oro). En las proximidades de Delfos se celebraban, cada tercer año de la Olimpíada, los juegos Píticos. Un santuario de Apolo no menos famoso que el de Delfos era el que se encontraba en la isla de Delos, lugar de nacimiento del dios. Los lugares que éste hizo sagrados se hallaban al pie del monte Cintos; pero la isla entera estaba consagrada a la deidad, por lo que estaba permitido enterrar en ella a ningún cadáver. También aquí se celebraban solemnes juegos en honor del dios, una vez cada cuatro años, que pasaban por haber sido establecidos por Teseo. Además de los mencionados, poseía Apolo un gran número de lugares de culto, esparcidos no sólo en toda Grecia, sino también en el Asia Menor; de hecho, el dios era venerado en todos los lugares adonde llegó la colonización griega. El romano Apolo, como ya indica su nombre, llegó a Italia procedente de Grecia, pues muy pronto se sintió la necesidad de poseer un dios profetizador; los dioses romanos, en efecto, aunque también servían para anunciar el futuro, en sus respuestas se limitaban a emitir un simple s o no. Junto a esta propiedad de Apolo, favoreció también su pronta entrada en Roma su papel de dios de la salud, como nos indica su victoria en Accio a la especial protección de este dios, y en agradecimiento le hizo erigir un magnifico templo en el Palatino, que adornó con la famosa estatua de Apolo citaredo, obra de Escopas. Ya en la obra más antiguas del arte plástico está representado Apolo como un joven desnudo de recia complexión, con largos bucles que caen sobre sus hombros, con los brazos a veces pegados a su cuerpo y otras desprendidos de él, a causa de los atributos que sostienen. Junto a esta figura de un joven desnudo aparece ya muy pronto, como un tipo distinto de Apolo, la de un mozo cubierto con las largas ropas de un citareda y sosteniendo la "formix" en las manos. Entre los ejemplos conservados de la primera clase merece ser mencionada la estatua de la Gliptoteca de Munich, descubierta en Tenea, aunque la ausencia de toda clase de atributos no permite una seguridad completa en su identificación. En cambio puede darse casi por cierto que la figura central del frontón oeste del templo de Zeus en Olimpia, perteneciente a mediados del siglo V antes de J. C., con la cabeza completamente conservada, se refiere al dios Apolo. Una especial predilección por la figura de con un vestido largo que descendía hasta sus pies. El emperador Augusto, que, como hemos dicho, creía poder atribuir a la intervención de Apolo su victoria de Accio, adquirió esta preciosa obra de arte y la instaló en el templo del Palatino por él erigido; entre las copias que hemos conservado merecen ser destacadas la hermosa estatua del Vaticano llamada Apolo Musagetes y la de la Gliptoteca de Munich, designada anteriormente con el nombre de Musa Barberini. Los rasgos del dios, coronado de laurel, respiran una exaltación puramente celestial. La gran lira con que parece acompañar su canto cuelga de una correa que cruza en diagonal su pecho y está adornada con la figura de Marsias, a quien el dios venció en un certamen musical. Por otra parte, Praxíteles esculpió una estatua de Apolo en la que el dios se ocupa en atravesar con una flecha un lagarto que sube por el tronco de un árbol; con toda seguridad, el artista utilizó aquí un viejo símbolo. Entre las copias, bastante numerosas, de esta composición que han llegado hasta nosotros, pasa por ser la mejor la estatua de mármol de la colección del Vaticano (p G. 58). titulada soñadora; la mano izquierda sostiene el arco. Pero la más famosa de todas las estatuas de Apolo, aunque es seguro que se trata de una obra romana que sólo pudo ser creada después del impulso que el culto de este dios conoció en Roma por obra de Augusto, es sin disputa el Apolo del Belvedere en el Vaticano, descubierta en el año 1503 en Nettuno, la antigua Ancio. La motivación de la figura y su procedencia y elaboración a partir de un original helenístico no pudieron ser puesta en claro hasta que fueron conocidas la figura de bronce del conde Stroganoff y la llamada cabeza de Steinhauser, hallada en 1866 en Roma (hoy en el Museo de Basilea). El dios está de pie, en actitud combativa, el brazo izquierdo estirado en toda su longitud, con la égida en la mano, símbolo del temor y del espanto, tal como aparece ante las huestes troyanas (en el canto XV de la Ilíada) para provocar la retirada en las filas de los griegos. La orgullosa confianza en sí mismo que posee el victorioso dios, resalta con sin igual belleza no el cisne y el delfín, este último por su supuesta sensibilidad a la música. (págs. 54-64). MITOLOGÍA CLÁSICA ILUSTRADA: OTTO SEEMANN

APOLO Y ATENEA

En el orden de la fuerza, el espíritu es el extranjero, separado de la tierra y del agua. Pero Apolo y Atenea estaban celosos de la fuerza, de aquella fuerza que, cuando nacieron, ya había sido expulsada hacia los confines del mundo. Abajo, cerca del círculo serpentino de Océano, seguían viviendo criaturas insomnes o letárgicas, agazapadas en cavernas o montañas. Todavía contenían una fuerza sin extirpar. Apolo y Atenea sabían que deberían descubrir a esas criaturas, matarlas o apropiárselas.

Portadores de una perfección opuesta, nueva e inaudita, Apolo y Atenea estaban celosos de la perfección de lo indiferenciado. Pero no podían intervenir en el reino acuático de Posidón, ni en el reino subterráneo de Hades, después del reparto entre los tres hijos de Crono. Quedaba, como terreno de juego, la tierra. Había que jugar el partido con la serpiente. Atenea mató a la Gorgona, coronada de serpientes. Apolo mató a Pitón, enroscado en la fuente Castalia. Las serpientes de la Gorgona se movían al viento sobre el pecho de Atenea. Se habían convertido en las franjas de la égida. Los dientes y los huesos de Pitón reposaban en la broncínea concavidad del trípode desde el cual la Pitia pronunciaba los oráculos de Apolo. Las escamas de Pitón estaban enroscadas alrededor de la piedra del omphalós. El ombligo es el punto, el punto único, el indispensable, donde lo perfecto se une a la perfección de lo indiferenciado. Es el pie de Europa en el mar.

De Zeus arrancan dos líneas de descendencia soberana: Dioniso y Apolo. La de Dioniso es la más oscura, y sólo aflora a trechos. En Dioniso, serpiente y toro, se resume toda la historia hasta Zeus, y vuelve a abrirse. La línea de Apolo es más clara, pero aún más cubierta por el secreto allí donde se roza la trasgresión de Apolo contra el padre. Apolo no es serpiente y toro, sino que es aquel que mata serpiente y toro. Bien disparando él mismo las flechas, como sucede con Pitón en Delfos, bien mandando a un mensajero, Teseo, para que hunda la espada en el Minotauro, en Creta, o capture al toro en Maratón.

Dioniso y Apolo: uno es el arma, el otro se sirve del arma. Desde que aparecieron, la vida de Psique oscila entre el abrazo del uno y del otro.

APOLO Y DAFNE (EL LAUREL)

El niño Apolo se yergue en brazos de la madre Leto y dispara flechas sobre una enorme serpiente, enroscada en anchas vueltas a lo largo de las laderas boscosas de Delfos. El joven Apolo de rubios cabellos, ondeantes sobre los hombros, corre detrás de una doncella. Cuando el perseguidor está a punto de triunfar, la doncella se transforma en una planta de laurel. Cada una de estas dos acciones es la sombra de la otra. Al observar a Pitón, reconocemos en la serpiente también a la delicada Dafne. Al observar las hojas del laurel, reconocemos también en ellas las escamas de Pitón.

Tan pronto como es aferrado, el mito se abre en un abanico de muchas varillas. Aquí la variante es el origen. Cualquier acto sucede de ese modo, o bien de ese otro, o bien de un tercero. Y en cada una de esas historias divergentes se reflejan las otras, todas nos rozan como los jirones de la misma tela. Si, por un capricho de la tradición, sólo nos queda una versión única de un hecho mítico, es un cuerpo sin sombra y debemos entrenarnos a dibujar mentalmente su sombra invisible. Apolo mata el monstruo, es el primer matador del monstruo. Pero ¿qué es el monstruo? Es la piel de Pitón, camuflada entre matorrales y rocas, y es la suave piel de Dafne, que ya se transforma en laurel y mármol.

Apolo no consigue poseer a la ninfa, y tal vez ni siquiera lo desea. Detrás de la ninfa, busca la corona de laurel que le queda en la mano cuando se disuelve el cuerpo de Dafne: quiere la representación. Dioniso jamás puede ser rechazado y burlado por la ninfa, porque la ninfa forma parte de él mismo. Existe una única excepción: Aura, desdoblada en Nicea. Pero el estupro de Aura introduce los misterios a través de su fruto: Yaco. Por eso sólo puede ser único, en su desdoblamiento originario. (pág. 137, las bodas de Cadmo...)

La ninfa es la posesión, nymphóleptos es quien delira capturado por las Ninfas. Apolo no posee a las Ninfas, no posee la posesión, pero la educa, la gobierna. Las Musas eran doncellas salvajes del Helicón. Apolo fue quien las hizo emigrar a la montaña de enfrente, el Parnaso; él fue quien las educó en los dones que convirtieron a aquel grupo de doncellas salvajes en las Musas, o sea las mujeres que invaden la mente, pero imponiendo cada una de ellas las leyes de un arte.

Plutarco, sacerdote de Apolo délfico, ha dejado escrito que, en Delfos, Dioniso tenía una importancia equivalente a la de Apolo. Durante los fríos meses invernales, los meses de los difuntos que regresan y de las llamitas vagantes en el Parnaso, en Delfos reina Dioniso. En los otros nueve meses reina Apolo, vuelto de su nórdico Graal, de los Hiperbóreos. Ninguna victoria es completa, ninguna basta para cubrir todo el año. Ni Apolo ni Dioniso pueden reinar perennemente, ninguno de los dos puede prescindir del otro, ninguno de los dos puede evitar su medida de la ausencia. Cuando Apolo reaparece y estrecha el brazo de Dioniso, se oyen las últimas notas de los ditirambos. Y he aquí que entra el peán. La única continuidad está dada por el sonido.

En el ádyton de la Pitia, Apolo tiene una estatua de oro, Dioniso el zócalo de su tumba. Pero todo parece sucederse sin enfrentamiento. En ese momento, fuerzas conjuntas y alternantes, Apolo y Dioniso olvidan de mala gana su pasado en ese lugar. No muchos recuerdan que bajo las tapaderas de bronce del trípode donde se sienta la Pitia hirvieron un día los miembros descuartizados de Dioniso Zagreo. Y tampoco que Dioniso, según algunos, fue el primero en vaticinar desde el trípode. Y tampoco que una serpiente se enroscó alrededor de las patas del trípode. Todo esto se habría superpuesto con excesiva evidencia a las historias del Enemigo: Pitón la serpiente, y por ella próxima a Dioniso, el dios nacido de Zeus-serpiente, escoltado por doncellas que se anudan una serpiente alrededor de la frente, como una cinta; Pitón predecesor de Apolo en el vaticinio; Pitón, también él (¿o también ella?) sepultado en el ádyton, debajo del omphalós. Así que Dioniso, el vicario de Apolo durante su ausencia hiperbórea, se desvelaría en su oculta figura de Enemigo, emanación de Pitón, de la fuerza que Apolo mató y dejó pudrirse al sol.

En sus días gloriosos, y también en su decadencia, Delfos se presentaba de manera opuesta a lo que el helenizante siglo XIX ha definido como espíritu clásico. Era un emporio, una selva de trofeos, un camposanto. Su principio formal imponía el amontonamiento. Escudos y mascarones dedicados por los vencedores militares. Liras, trípodes, carros, mesas de bronce, bañeras, tazas, calderos, cráteras, esperones: esto se ofrecía a la mirada en el mégaron del templo de Apolo. Aquella sala, por la que se accedía al aposento de la Pitia, estaba atestada de objetos apoyados en las paredes, en los troncos de las columnas, colgados del techo. Cada uno de esos objetos era un acontecimiento, el compendio de una vida, y con frecuencia de muchas vidas y muchas muertes. Por el aire, colgadas, se movían suavemente, si una brisa se introducía desde afuera, ligeras ruedas de carros. Y, como tenues abanicos, oscilaban vendas y fajas de atletas.

Al entrar en el templo de Apolo en Delfos, alterados por la multitud de cuerpos metálicos sobresalientes y brillantes en la sombra, se podía distinguir a veces, en el fondo, el busto de una mujer (y durante mucho tiempo fue una mujer joven), que parecía surgir del suelo: llevaba el sencillo peplo utilizado por las muchachas del pueblo, era la Pitia. Encaramada en el trípode como en el taburete de un bar, seguía con la mirada a los recién llegados mientras se asomaban por el mégaron. En relación con la sala del templo, la cámara de la Pitia, el ádyton, era pequeña y con poco más de un metro de altura. Al lado, había una cabina con un banco, donde se sentaban los consultantes, y no podían ver a la Pitia mientras vaticinaba, rodeada de sus objetos sagrados: el elevado trípode hincado en el suelo sobre una hendidura del terreno, la piedra-ombligo rodeada por los hilos de una doble red, el zócalo de la tumba de Dioniso, una estatua de oro de Apolo, un laurel que recogía escasa luz desde arriba, un hilo de agua que corría detrás de ella.

APOLO Y ADMETO

Para los héroes, el modelo en matar monstruos es Apolo con Pitón, en el amor por los muchachos es Apolo con Jacinto y Cipariso. Pero en la vida del dios existe un episodio que implica algo todavía más secreto que esos amores frecuentemente funestos. Es el episodio de la servidumbre de Apolo bajo Admeto, rey de Feras, en Tesalia. Sabemos de él que era hermoso, tenía famosos rebaños, amaba las fiestas suntuosas y poseía el don de la hospitalidad. Sabemos esto, y casi nada más. Pero mucho sabemos de lo que se hizo por él. Por amor a Admeto, el dios más orgulloso, Apolo, aceptó pasar por un mercenario. Durante un largo período, el dios “inflamado por el amor del joven Admeto” fue un mayoral cualquiera, que llevaba a pastar los rebaños de ese rey provinciano, mantenía desgreñada la melena radiante, ni siquiera conservaba su cítara y silbaba con cañas.

Su hermana Artemis se sonrojaba de vergüenza. Por amor a Admeto, su mujer Alcestis, la más bella de las hijas de Pelias, aceptó morir, de la misma manera que un desconocido, a quien nadie amenaza, ocupa el puesto de un rehén en la llamada de la muerte. Por amor a Admeto, Apolo emborrachó a las Moiras: ésa fue quizá la fiesta más loca de la que ha quedado noticia, y de la nada podemos decir, salvo que ocurrió. Las Moiras, doncellas de bellos brazos que hilan la vida de cada individuo, aparecen en la visión plutarquiana como “hijas de Ananque”, la Necesidad. Y la Necesidad, recuerda Eurípides por haberla conocido “atravesando las Musas y las cimas”, sin “hallar nada más fuerte”, es la única potencia que no tiene altares ni estatuas. Ananque es la única divinidad que no acepta los sacrificios. Sus hijas sólo pueden ser engañadas por la ebriedad. Pero es muy raro que la ebriedad las afecte. Apolo lo consiguió, y sólo por amor a Admeto, porque quería aplazar su muerte.

Apolo tiene una antigua venganza pendiente con la muerte. Zeus le había obligado a ser esclavo – oh, una querida esclavitud – de Admeto, porque Asclepio, hijo de Apolo y de la traidora Corónide, había osado resucitar a un hombre. Zeus fulminó a Asclepio, y Apolo, por venganza, mató a los Cíclopes que habían forjado el rayo. A eso siguió el terrible castigo de Zeus contra Apolo. Quería sumirle en el Tártaro, y sólo porque Leto, su antigua amante, le suplicaba, decidió enviarle a Tesalia, como esclavo de Admeto. Con sus otros amantes, como Jacinto y Cipariso, el amor terminaba siempre en muerte. Por error, y con dolor: aunque a la postre, había sido el propio Apolo quien los había matado. El disco lanzado por el dios, mientras jugaba con el amado, parte la cabeza de Jacinto. Cipariso escapa de Apolo que le corteja y se convierte, desesperado, en ciprés. Con Admeto ocurre lo contrario: por amor, Apolo quiere sustraerle a la muerte, y así él se arriesga de nuevo a lo que para un dios es el equivalente de la muerte: el exilio. Siempre por Admeto, Apolo aceptó otra prueba, quizá todavía más grave: ser pagado por el amado, como un pórnos, como un prostituto vulgar carente de todo derecho, extranjero en la propia ciudad, despreciado en primer lugar por sus amantes. Aquél fue el primer bonheur dans l´esclavage. Y que fuera Apolo quien lo sufría hacia mucho más deslumbrante la empresa.

Así Apolo, el amante por antonomasia, llega a un extremo que ningún humano volvería a alcanzar. No sólo confunde los papeles del amante y del amado, como después les ocurriría a Orestes y Pílades, a Aquíles y Patroclo, sino que llega a convertirse en el prostituto de su amado, o sea en uno de esos seres “que son considerados la raza peor entre los depravados”, en defensa de los cuales jamás alguien, en Grecia, osó pronunciar una palabra. Y, como esclavo de su amado, intentó aplazar el momento de la muerte, algo que ni Zeus, ni siquiera por su Sarpedón, había osado hacer.

Pero ¿quién era Admeto? Cuando supo por Apolo que el momento de su muerte podía ser aplazado, siempre que otra persona muriera en su lugar, Admeto comenzó a visitar a sus amigos y parientes. Preguntaba a cada uno de ellos si estaba dispuesto a sustituirle en la muerte. Ninguno aceptó. Entonces Admeto se dirigió a sus ancianos padres, convencido de que aceptarían. Pero también ellos se negaron. Le llegó entonces el turno a su joven y bellísima esposa. Y Alcestis aceptó. Los griegos dudan de que la mujer sea capaz, respecto del hombre, de philía, de aquella amistad que nace del amor (“philía diá tón érota” en las palabras de Platón) y que sólo los hombres pretenden conocer. Pero Alcestis fue capaz de exaltar la philía hasta la entrega total. Incluso Platón se ve obligado a admitir que, comparado con ella, Orfeo “parecía de ánimo blando, como citarista que era”, porque había penetrado en el Hades vivo, en busca de Eurídice: no había, como Alcestis, aceptado simplemente morir, sin posibilidad de retorno ni de salvación. Es cierto que Alcestis es el único ejemplo femenino de philía que los griegos consiguen citar, pero también es un ejemplo impresionante. Tanto que los propios dioses permitieron que Heracles la arrancase de los infiernos, cuando la joven estaba ya a punto de atravesar las aguas tranquilas del lago de los muertos. Así Alcestis fue devuelta a los vivos, al desolado Admeto. En tres ocasiones el rey de Feres había sido salvado: por un dios, por una mujer, por un héroe. Y todo esto había sucedido sólo porque Admeto se había mostrado hospitalario.

En esta historia, elusiva puesto que es sobrenatural, la máxima incertidumbre se concentra en la persona que es el objeto mismo del amor: Admeto. Eurípides hace morir en la escena a Alcestis, igual que una heroína e Ibsen, y antes de morir abre su corazón. De la pasión de Apolo quedan señales elocuentes, aunque los textos sólo afirmen en lugares separados su pasión por Admeto y el hecho de que Admeto le pagara como a un esclavo, sin relacionar ambas imágenes. De Admeto sabemos que injuriaba a su anciano padre porque se había negado a morir en su lugar. El resto es oscuro, no menos de cuanto pueda serlo un dios para los mortales. Y posee un único rasgo que resplandece en los textos: Admeto era hospitalario.

Pero ¿quién es Admeto? Encantado por Alcestis y por Apolo, sus amantes hasta la abnegación, podríamos dejan en la sombra al objeto de su amor. Pero detengámonos a observarle: escrutemos el paisaje y los nombres. Y descubrimos que Admeto pertenece por propio derecho a la sombra.

El paisaje es Tesalia: tierra que “en los tiempos antiguos era un lago rodeado de montes altos como el cielo” (uno de los cuales es el Olimpo) y ha conservado una intimidad con las aguas profundas, que periódicamente irrumpen de muchas bocas y la inundan con las venas de muchos ríos; campiña fértil, amarilla y áspera, rica en caballos, ganados y brujas. No está presidido por la fría transparencia de Atenea, sino por una gran diosa que sale de las tinieblas, Feraia. Lleva dos antorchas en la mano y rara vez se la nombra. También esto corresponde al genio de Tesalia, tierra donde la divinidad está más próxima al anonimato primordial, donde los dioses raramente se presentan con un rostro y donde los Olímpicos no suelen descender. Cuando el dios aparece, irrumpe brusco y selvático, como el caballo Escafeio que asoma la melena de la roca aplastada por los cascos. Los veloces caballos de Tesalia son criaturas de las profundidades, catapultados por las fallas de la tierra, las mismas por las que se esparce sobre la llanura la ola posidónica. Son los muertos, resplandecientes de blancura o de negrura. Feraia es un nombre local de Hécate, la diosa noctámbula, subterránea, que hiere la oscuridad con las antorchas, la diosa caballo, toro, leona, perra, la que aparece a lomos del toro, del caballo, del león, la nodriza de muchachos, la multiplicadora de los ganados. Es ella en Tesalia, la Fuerte (Brimó), unida a Hermes, que es hijo del Fuerte (Isquis, el amante que Corónide prefirió a Apolo). Y “fuerza” (alké) aparece también en el nombre de Alcestis. En esa tierra, antes que como figura, la divinidad se manifiesta como pura fuerza. Pero Feraia, dice el diccionario de Esiquio, también es la “hija (kóré) de Admeto”. ¿Es posible que Alcestis y Admeto, antes de ser una pareja de soberanos provincianos, se sentaran juntos como la pareja reinante de los infiernos?

Ahora el paisaje se desvela. Esa Tesalia en la que Apolo será esclavo por un “gran año”, hasta que los astros, en nueve años, no retornen a sus posiciones originarias, es una vigorosa tierra de muertos. La estancia de Apolo en Tesalia es un ciclo infernal. Si Zeus había elegido esa tierra para castigar a Apolo, en sustitución del Tártaro, es un indicio de que le correspondía ser un lugar de la muerte. Admeto significa “indomable”: pero nadie es tan indomable como el señor de los muertos. A partir de ahí los escasos rasgos que de él conocemos adquieren un nuevo sentido: nadie es tan hospitalario como el rey de los muertos; a él pertenece el albergue que jamás cierra las puertas, a ninguna hora del día ni de la noche; nadie posee ganados tan numerosos. Cuando Admeto invita a amigos y parientes a morir por él, no comete la menor aberración: es su actividad cotidiana. Y así se explica que Admeto vea como algo obvio ser sustituido en la muerte: él es el señor de la muerte, el que acoge los cadáveres y los reparte en sus amplios dominios.

Aquí se muestra que el amor de Apolo es realmente extremo, más de lo que parecía: por amor, Apolo quiere sustraer a la muerte al señor de los muertos. Ahora el amor de Apolo y de Alcestis revela toda su provocación: es un amor por la sombra que rapta. En Alcestis se manifiesta lo que la kóré raptada por Hades en el prado florido de narcisos jamás dijo: que aquel dios de lo invisible no sólo es un raptor, es un amante.

Los textos son reticentes respecto de la esclavitud de Apolo, porque ahí se rozan temas que conviene ocultar. Sobre la servidumbre de Heracles bajo Onfale los poetas han ironizado. Pero sobre la esclavitud de Apolo con Admeto nadie se ha atrevido. Queda sólo el exemplum de un amor capaz de redimir cualquier vergüenza y cualquier sufrimiento. Según Apolonio de Rodas, Apolo fue castigado con el exilio entre los Hiperbóreos, y no ya en Tesalia, después de haber matado a los Cíclopes. Y entonces lloró lágrimas de ámbar, aunque un dios no pueda llorar. Pero la punta prohibida de la historia no estaba sólo en el escandaloso dolor (y en el escandaloso amor servil) de Apolo, el “dios puro fugitivo del cielo.” Detrás, se vislumbraba algo más. Una antigua profecía, el secreto de Prometeo: el preanuncio del derrocamiento de Zeus por parte de su hijo luminoso.

Apolo juega con frecuencia en el límite de la muerte. Pero Zeus le vigila desde arriba: sabe que ese juego, si fuese abandonado a sí mismo, preludiría el advenimiento de una nueva era, la ruina del orden olímpico. En secreto, en un secreto al que es excepcional incluso que se aluda, Apolo es para Zeus lo que Zeus había sido para Crono. Y el lugar donde sus poderes se enfrentan es siempre la muerte. Incluso bajo el sol de los muertos, entre los ganados de Tesalia, Apolo no olvida su desafío, y quiere arrancar, aunque sólo sea para una prórroga, al indomable amado Admeto a ese momento en que “el día señalado le violenta.” La silenciosa disputa entre padre e hijo ha quedado suspendida en ese momento. (págs. 70-75, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

APOLO Y DIONISO (LA POSESIÓN)

Apolo y Dioniso son falsos amigos, de la misma manera que son falsos enemigos. Detrás del escenario de sus oposiciones, de sus encuentros y de sus superposiciones, algo les une para siempre y les distancia de todos los restantes camaradas divinos: la posesión. Tanto Apolo como Dioniso saben que la posesión es la más elevada forma de conocimiento y el más elevado poder. Y lo que quieren es ese conocimiento y ese poder. También Zeus, naturalmente, practica la posesión, y para ello le basta escuchar las encinas de Dodona que se estremecen. Pero Zeus es todo, y por lo tanto nada privilegia. Apolo y Dioniso, en cambio, eligen la posesión como su arma, y no les gusta permitir que otros la manejen. Para Dioniso, la posesión es realidad inmediata, indefectible, que le acompaña en todos los vagabundeos, por los aposentos de la ciudad y por las abruptas montañas. Si alguien no la reconoce, Dioniso está dispuesto a acosarle como una fiera terrorífica. Entonces las Prétides, hermanas tejedoras, reacias a seguir la llamada del dios, se lanzan a carreras obsesivas por los montes. Y no tardan en matar, en ocasiones a ignorantes viajeros. Así hiere Dioniso a quien no acepta su posesión, suya como una fuente perenne que mana de su cuerpo, como el oscuro líquido que por él fue revelado.

Para Apolo, la posesión es una conquista. Y, al igual que cualquier conquista, es defendida con un gesto imperioso. Al igual que cualquier conquista, tiende también a borrar el poder que la ha precedido. Pero la posesión que atraía a Apolo era muy diferente de la que pertenecía desde siempre a Dioniso. Apolo quiere la obsesión escondida por el metro, quiere imprimir inmediatamente el sello de la forma sobre el flujo del entusiasmo. También la lógica es impuesta por Apolo: como metro vinculante en el flujo de la mente. Respecto de la inteligencia sinuosa, desordenada y furtiva de Hermes, Apolo trazó una línea de demarcación: a Hermes la adivinación con los dados y los huesos, podía concederle incluso las Trías, las doncellas de la miel, pese a que las había amado; pero Apolo se reservaba el oráculo de la palabra, el supremo, invencible. (págs. 134-135, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

TEMPLOS DE APOLO

En medio de la acumulación de piedras, de mármol y de metal, en Delfos, el visitante pensaba en otros fantasmas, en los primeros templos de Apolo, ya desvanecidos. El primero, cabaña de ramos de laurel arrancados del valle de Tempe; el segundo, de cera y plumas; el tercero, construido en bronce por Hefesto y Atenea. El propio Píndaro se preguntaba: “Oh, Musas, ¿qué ritmo apareció en el templo debido a las hábiles manos de Hefesto y Atenea?” No lo sabremos, pero Píndaro creía recordar los fragmentos de una imagen: “Broncíneos muros y broncíneas columnas lo sustentaron y de oro, sobre el frontón, cantaban seis encantadoras.” Ya para Pausanias esas palabras sonaban oscuras. Como máximo, suponía, esas encantadoras podían ser una “imitación de las Sirenas de Homero”. Y, en cambio, ocultaban una larga historia, la historia originaria de la posesión. (continua en la historia de Iinge). (págs. 135-136, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

APOLO Y CORÓNIDES (ASCLEPIO), (ISQUIS): TESEO Y EGLE

Corónide se lavaba los pies en el lago Boibeis. Apolo la vio y la deseó. Para él el deseo era un impulso repentino, que le asaltaba de sorpresa y del que quería librarse inmediatamente. Descendió sobre Corónide como la noche. Su aproximación fue violenta, embriagadora y veloz. En la mente de Apolo se superponían la posesión de un cuerpo y el lanzamiento de una flecha. El encuentro de los cuerpos no era mezcla, como para Dioniso, sino choque. Así había matado un día a Jacinto, el joven que más había amado: mientras jugaban, al lanzar el disco.

Corónide estaba embarazada de Apolo cuando se sintió atraída por un extranjero, que venía de la Arcadia y se llamaba Isquis. Junto a ella velaba un blanquísimo cuervo. Apolo le había encargado la custodia de la amada, “para que nadie la violase”. El cuervo vio a Corónide que se entregaba a Isquis. Entonces voló a Delfos, a casa de su señor, para hacer de espía. Dijo que había descubierto las “obras ocultas” de Corónide. Apolo, en su furia, arrojó el plectro. La corona de laurel cayó en el polvo. Miró al cuervo con odio, y sus plumas se volvieron de un negro de pez. Después Apolo pidió a su hermana Artemis que fuera a Lacereia a matar a Corónide. La flecha de Artemis se hundió en el seno de la traidora. Y, junto con ella, mató a muchas otras mujeres, a lo largo de las orillas abruptas del lago Boibeis. Antes de morir, Corónide confesó al dios que había matado también a su hijo. Entonces Apolo intentó inútilmente reanimarla. Sus artes medicas se revelaron insuficientes. Pero, cuando el cuerpo perfumado de Corónide quedó tendido sobre la hoguera, alta como una pared, y el fuego ya lo atacaba, las llamas se abrieron ante la mano rapaz del dios, que extrajo del vientre de la muerta, ileso, a Asclepio, aquel que cura.

Ariadna, Corónide: dos historias que se llaman, se contestan. No sólo el sicario de la venganza es el mismo: Artemis, sino quizá también el seductor de la mujer amada por el dios: Teseo. Isquis es una figura imprecisa, de la que sabemos poco más que el nombre. Pero de Teseo sabemos mucho: dice una voz que abandonó a Ariadna tan pronto como “ardió con un tremendo amor por Egle, hija de Panopeo.” Palabras que se leían en Hesíodo, pero Pisistrato quiso expurgar justo este verso. ¿Revelaba demasiado sobre el héroe? Una estela de mármol descubierta en Epidauro, con la firma de Isilo, nos explica que Egle (o Egla) “se llamaba también, por su belleza, Corónide” y había parido a Asclepio. Egle significa “resplandor”, de igual manera que Ariadna-Aridela es “la resplandeciente”. Corónide alude a una belleza que va más allá del difuso resplandor: la grabación de una forma. Pero ¿quién es “Egle, hija de Panopeo”? Su padre era el rey epónimo de la pequeña ciudad de Panopeo, en la Fócide: “Panopeo de la hermosa explanada para la danza”, dice Homero. En esa explanada danzaban las Tíades, secuaces de Dioniso. Era una etapa de la larga procesión que desde Atenas las llevaba a Delfos para “realizar allí ritos secretos para Dioniso”. Y todavía recordamos la explanada donde danzaba Ariadna el laberinto. Pausanias nos explica además que los habitantes de Panopeo “no son focenses, sino que en su origen eran flegios”. Y recordemos también que Corónide era hija de Flegia el tesalio, héroe epónimo de los flegios. Con su pueblo, Flegia emigró a la Fócide y allí reinó.

Corónide, Egle: hijas de un rey de la Fócide, próximas a una explanada donde danzaban las secuaces de Dioniso, en el camino al santuario de Apolo. Existe una fraternidad gemela entre Corónide y Egle, al igual que entre Corónide-Egle y Ariadna, que remite a otra más oculta de sus amantes divinos: Dioniso y Apolo. ¿No es acaso Corónide el nombre de una de las Ninfas que criaron a Dioniso en Naxos? ¿Y entre las restantes nodrizas de Dioniso no aparece también, de nuevo, el nombre de Egle? ¿Y no es acaso Corónide el nombre de una de las doncellas de la nave de Teseo al regreso de Creta? Koróne es el pico curvo del cuervo, pero también es la guirnalda. ¿Y la historia de Ariadna no era acaso una historia de coronas? Koróne también es la popa de la nave y la culminación de la fiesta. Korónis es la greca ondulada que señalaba el final de un libro: sello del acabamiento. En un ánfora ática vemos a Teseo que rapta una doncella llamada Corone, mientras dos de sus mujeres, Helena y la amazona Antíope, intentan inútilmente retenerle. Corone está presa en los brazos del héroe y alzada en el aire y, sin embargo, se entretiene, con tres dedos de la mano izquierda, en jugar caprichosamente con los rizos de la coleta de Teseo. Pirítoo, dirigiendo hacia atrás su aguda mirada, protege las espaldas al raptor. “Lo he visto, corramos”, ha escrito junto a la escena la anónima mano del artista, en la que reconocemos – con la seguridad que da el estilo – a Eutímides.

Ariadna y Corónide prefirieron el hombre extranjero al dios. Para ellas, el Extranjero es la “fuerza”, que da nombre a Isquis. Y Teseo era el fuerte por excelencia. De todas las mujeres con las que los dioses se han unido, Corónide ha sido tal vez la más insolente. Ya grávida de la “pura semilla” de Apolo, elegante en sus peplos como Píndaro la recuerda, “se prendió de lo lejano” y siguió a su lecho al extranjero que venía de la Arcadia. La sentencia pindárica comenta: “La raza más loca entre los hombres / es aquella que menosprecia lo que tiene en torno y dirige la mirada más allá / persiguiendo lo inconsistente con vana esperanza.” Para Corónide lo propio era el dios, de quien su cuerpo ya alimentaba un hijo, que sería Asclepio. Es como si la plenitud del cielo griego se resquebrajara aquí por capricho. El extranjero de la Arcadia era aún más extranjero que el dios; por consiguiente, más atractivo. El esmalte de las apariciones divinas está surcado de repentinas grietas. Pero esto le hace respirar con la naturalidad de la literatura, que ignora el gesto impositivo del texto sagrado.

De Corónide quedó un montón de cenizas. Pero, años después, también de Asclepio quedaría un montón de cenizas, porque había osado devolver a la vida un muerto, y Zeus lo había fulminado. En aquella ocasión, Apolo lloró por única vez, “las incontables (lágrimas) que antaño derramaba cuando arribaba al pueblo santo de los Hiperbóreos.” Eran gotas de ámbar, que rodaban en el Erídano. A su alrededor se percibía aún el hedor del cadáver de Faetonte, arrojado a aquel río celeste y terrestre. Y gemían, lamentando su muerte, los altos chopos negros, en los cuales se podía reconocer a las hijas del Sol.

El destino de la incineración recorre como una herida las historias de Apolo y de Dioniso. Sémele es incinerada, y es la madre de Dioniso; Corónide y Asclepio son incinerados, y son la amante y el hijo de Apolo. El fuego del cielo cae sobre quien se dispone a salir del recinto de lo humano. Y eso puede suceder tanto por traicionar a un dios como por devolver a un hombre a la vida o por ver a un dios más allá del velo epifánico. Fuera del trazado de lo que está admitido, se halla el fuego. Apolo y Dioniso viven muchas veces a lo largo de los bordes de esa línea, del lado divino y del lado humano, fomentan la oscilación en los hombres, ese salirse de sí mismos que parecen incluso preferir a ser humanos, preferir a la vida misma. Y en ocasiones ese juego peligroso repercute también en los dos dioses. Apolo ocultó su llanto entre los Hiperbóreos, mientras conducía por el aire su carro arrastrado por los cisnes. Siempre recortado sobre el cielo, desde aquella tierra llegaría un día a Grecia el hechicero Abari, emisario de Apolo. Cabalgaba en el aire la inmensa flecha del éxtasis.

APOLO Y CIRENE:

Los primeros seres humanos que los Olímpicos veían desde el éter eran las Ninfas de las montañas. Estas mujeres longevísimas, pero no por ello sustraídas a la muerte, aparecían y desaparecían de los bosques y de los sotobosques, muchas veces a la caza de fieras. Para los Olímpicos, fueron el primer fuego del deseo, y casi su iniciación a las criaturas de la tierra. Apolo no siempre fue feliz en sus amores, tanto masculinos como femeninos. Algo los estropeaba, a partir de un determinado punto – una furia mortal, como sucedió con Jacinto o con Corónide -. Pero parece que por lo menos con Cirene nada llegó a turbarlos.

La observó largo rato, desde arriba, mientras Cirene cazaba en el Pelio. Apolo se regocijaba al comprobar su desprecio por las obras domésticas. El telar no era para ella. Salía día y noche para descubrir los animales más feroces. Esto le recordaba a Apolo a su hermana Artemis. Y aún más lo siguiente: a Cirene “le placía su doncellez y lecho intacto.” Con aire inocente, Apolo llamó al centauro Quirón, padre de Cirene, para preguntarle quién era aquella muchacha que estaba luchando con un león. Quirón sonrió ante la ingenuidad del dios, que fingía no conocerla. Mientras tanto, Cirene había abatido una vez más al león. Para que Cirene perdiera la virginidad sin lamentarla, Apolo eligió una de sus formas más secreta: el lobo. Era la forma que daría más placer a ambos. Después seguirían las habituales honras nupciales: en un carro de oro, Apolo conduciría a Cirene a Libia y Afrodita les guiaría a un palacio de oro hundido en un espeso jardín. Pero su coito más hermoso seguiría siendo el primero. Apolo donó a Cirene aquella tierra africana en la que podía cazar animales salvajes, y destinó otras Ninfas para su séquito. Después nació su hijo Aristeo. También él, como el otro hijo de Apolo, Asclepio, tendría el poder de curar. Las Musas le educaron para la profecía y para la miel. (págs. 141, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).

APOLO, CREÚSA, IÓN (DEVOTO DEL TEMPLO)

Cada día, con las primeras luces, Ión comenzaba a barrer delante del templo de Apolo en Delfos. Recogía los restos de los sacrificios, observaba a las rapaces planeantes del Parnaso y las amenazaba con su arco antes de que picotearan los tejados dorados. Preparaba cuidadosamente frescas guirnaldas de olivo, echaba cubos de agua fresca en el suelo del templo. Era un trabajo que le gustaba, una tarea humilde y solemne. Todo debía parecer intacto cuando la multitud de consultantes y de visitantes comenzara a agruparse en los peristilos del santuario. Aquella sede del vaticinio agarrada a las rocas era todo lo que Ión había visto del mundo. Y allí pensaba que permanecería siempre, como en un perpetuo orfanato. En el fondo sólo vivía porque la Pitia, un día, justo a esa hora temprana, había encontrado una cesta en los jardines del templo y, por extraña benevolencia, la había recogido. Por extraña benevolencia, el dios había permitido que el niño creciera jugando entre los altares. Y después le habían convertido en el guardián del tesoro de Apolo. Nada sabía de su padre ni de su madre, era menos que un esclavo, un nada hijo de nadie, pero al mismo tiempo reconocía en Apolo a su padre y en la Pitia a su madre. Sentía que sólo a ellos debía la vida. El resto no importaba, y casi no existía. Joven, puro, devoto, sonriente, acogía a los visitantes, mostraba los lugares y las ceremonias. Pero la hora más hermosa era aquella silenciosa de la mañana, cuando barría y limpiaba, y entretanto miraba a su alrededor.

En Delfos jamás estaba a solas: centenares de figuras esculpidas y pintadas le rodeaban por todos lados. Ya las conocía una a una y podía contar todas sus historias. Heracles, los Gigantes, Atenea, el tirso, las Gorgonas... Reflexionaba sobre aquellas luchas, aquellas fugas, aquellos monstruos, aquellas armas, aquellos abrazos, aquellas emboscadas. Reflexionaba sobre los dioses, y con nadie hablaba. Los visitantes le contaban los hechos terribles que acaecían en el mundo, aquel mundo que él jamás había visto. Pero Ión escuchaba con una leve sonrisa, y pensaba que ya conocía aquellos hechos. Todos ellos eran repeticiones de alguna de las historias mudas y representadas que le rodeaban, repeticiones anodinas respecto de los frontones inundados por la primera luz. Y tal vez incluso menos malignas. Un cisne se estaba acercando al altar. También él buscaba las migajas de los sacrificios. Ión lo echó, sin dejar de sonreír, le dijo que se fuera a Delos. En Delfos todo debía estar fragante, sin rastros del desgaste que el hombre lleva consigo, sin huellas en el suelo, como el Parnaso en el alba, inviolado.

Después volvió a pensar: ejemplo y modelo de cualquier mal son los dioses, y es injusto censurar a los hombres si imitan acciones que los dioses han cometido antes que ellos. Su juego mental predilecto consistía en reconstruir con la máxima precisión la lista de los estupros atribuidos a Zeus y a Posidón. Siempre había alguno que se le escapaba. E Ión reía para sus adentros. No sabía que él mismo formaba parte de esas historias, no sabía que era el fruto de uno de esos estupros, pero realizado por Apolo, el dios que Ión consideraba su verdadero padre, y que era su verdadero padre.

De mano en mano, de generación en generación, se transmitía la cadenilla de Erictonio, reliquia augusta de la casa reinante de Atenas. Cuando Erecteo la regaló a Creúsa, la hija la ciñó a su muñeca, como un brazalete. Sobre sus blancas muñecas se cerró la mano de Apolo, un día que Creúsa recogía azafrán, a solas, en las laderas septentrionales de la acrópolis. Del dios apenas vio el brillo de la cabellera. Algo de aquella luz continuaba en las flores de azafrán que Creúsa había recogido en el pliegue del peplo, sobre el vientre. Creúsa gritó: “¡Oh madre!”, y fue el único sonido mientras Apolo la arrastraba hasta el antro de Pan, un poco más arriba. El dios jamás soltó la presa de las muñecas de la muchacha. Creúsa notaba cómo los eslabones del brazalete se le hundían en la carne. Apolo la tendió en el suelo a oscuras, y le abrió los brazos en cruz. Fue su amor más violento y más rápido. No hubo palabras ni gemidos.

Cuando Apolo desapareció, Creúsa permaneció inmóvil en la oscuridad, herida, con el deseo de herir al dios. Se juró que nadie lo sabría. Meses después, parió a solas en el antro, en el punto exacto donde el dios la había poseído con los brazos abiertos en cruz. Después fajó al pequeño Ión y lo colocó en un cesto redondo encima de un bordado que había hecho de pequeña: una cabeza de Medusa, con las facciones todavía imprecisas, torpes. Los gritos del pequeño mientras las rapaces y las fieras se acercaban para devorarle era la única voz que podía llegar al dios odioso, impasible, absorto en tocar su lira; era el único ultraje del que Creúsa disponía para imitar el ultraje de sus “amargas nupcias.”

Apolo el Oblicuo trazó trayectos enrevesados para la vida de Creúsa y de Ión. Consiguió que la madre y el hijo sólo se reconocieran después de que la madre hubiera intentado matar al hijo y el hijo a la madre. Para matar a Ión, Creúsa había recurrido a la gota mortal de la sangre de Medusa, que seguía guardada en su brazalete. Pero la gota había caído al suelo y sólo había matado una ávida paloma. Para matar a Creúsa, Ión se disponía a violar la ley sagrada que protege las súplicas. Pero su devoción seguía deteniéndole la mano. Aplastada contra el altar de Apolo, Creúsa esperaba la muerte a manos del hijo, en quien seguía viendo un desconocido guardián de Delfos. Entró la Pitia. Llevaba en la mano un cesto. Lo abrió, y sacó de él, entre las vendas y los mimbres que el moho no había atacado, un torpe e impreciso bordado infantil donde la cabeza de Medusa aparecía en el centro de un trozo de tela ribeteada de serpientes como la égida.

Entonces la madre reconoció al hijo. Ión ya podría ser rey de Atenas. También él, como Erictonio, había reposado junto a la cabeza de Medusa. También él había sido envuelto por la égida. Claro que esa vez no había sido la égida entibiada por el pecho de Atenea, sino un trozo cualquiera de tela bordado por la mano de una niña. Pero también esto correspondía al curso del mundo. Un blasón único e insostenible por su intensidad iba expandiéndose en múltiples copias, esculpido en los frontones de los templos o recamado en un chal. Y al expandirse se extenuaba. También los dones divinos sufrían el paso del tiempo, oscureciéndose: en el brazalete que Creúsa seguía llevando en la muñeca, la gota de la muerte había sido desperdiciada, y la gota de la vida, la que contiene “los alimentos de la vida”, había sido olvidada. Nadie se preocupó jamás de utilizarla. Entonces Ión y Creúsa pensaban en algo distinto: pensaban en las cosas divinas, que siempre son de algún modo tardías, “aunque no impotentes en su cumplimiento (télos)”.

32. A APOLO PITICO (Himnos Homéricos III, 179ss.)

Oh Señor, tuya es Licia y la amable Meonia y Mileto, ciudad encantadora junto al mar, pero es en Delos donde reinas como en propia morada.

El hijo glorioso de Leto marcha a la rocosa Pito, tocando su cóncava lira y cubierto de divinas vestiduras perfumadas y, al toque del áureo plectro, resuena melodiosamente su lira. Entonces, rápido como el pensamiento, vuela de la tierra al Olimpo, a la casa de Zeus, para reunirse con los demás dioses; apenas llegado, los dioses inmortales sólo atienden a la lira y al cántico y, unidas todas las musas, cantan a coro con hermosa voz los dones sin fin de que gozan los dioses y los dolores de los hombres, todo lo que sufren a mano de los dioses inmortales, y cómo viven sin sentido y sin esperanza sin hallar remedio a la muerte o defensa contra la vejez.

Entre tanto, las Gracias, de hermosas cabellera, junto con las benévolas horas, danzan al compás con Armonía y Hebe y Afrodita hija de Zeus, tomándose unas a otras de la mano. Y entre todas esbelta y vigorosa, hermosa y de semblante admirable, canta Artemis, la que gusta de lanzar sus flechas, hermana de Apolo. Juegan con ellas Ares y el matador de Argos, el de aguda mirada, mientras Apolo hace resonar su lira diestramente y avanza con majestad irradiando esplendor en torno suyo. Y todos, hasta Leto, la de cabellos dorados, y el prudente Zeus, se alegran en sus corazones augustos mientras observan a su hijo amado que toca entre los dioses inmortales.

¿Cómo podré yo cantarte, aunque nadie mejor que tú para ser tema de mi canto? ¿Te cantaré como cortejador, insigne en los campos del amor? ¿Diré que cortejaste a la hija de Azán junto con el dorado Isquis, hijo de Elacio, jinete hábil, o con Forbas, nacido de Tríops, o con Ereuteo, o con Leucipo y la esposa de Leucipo... tú a pie, él con su carro, pese a lo cual no pudo alcanzar a Triops. ¿Habré de cantar, por el contrario, cómo al principio recorriste la tierra buscando un lugar donde los hombres escucharían tu oráculo, oh Apolo, que lanzas a lo lejos tus flechas? Hasta Pieria descendiste primero del Olimpo y recorriste la arenosa Lecto y Enienas y el país de los Perrebos. Llegaste a Yolco y pusiste el pie en Ceneo de Eubea, famosa por sus barcos; te detuviste en la llanura lelantina, pero no agradó a tu corazón poner allí un templo con su bosquecillo...

Y seguiste caminando, oh Apolo, que lanzas lejos tus flechas, y llegaste a Onquesto, hermosa arboleda de Poseidón. Allí el potro recién domado, exhausto después de arrastrar el carro, recobra el aliento, y el auriga diestro salta del carro y se va caminando...

Marchaste luego a Telfusa, lugar grato al parecer para levantar allí un templo y plantar un bosquecillo. Te acercaste y le dijiste: “Telfusa, aquí deseo hacer un templo glorioso y poner un oráculo para los hombres, y ellos traerán aquí espléndidas hecatombes perfectas, los que viven en el rico Peloponeso y los de las islas de Europa, circundadas de olas, cuando vengan en busca de oráculos. Y yo les daré todos los consejos que no pueden fallar, y les daré respuesta en mi templo espléndido.”

Así hablo Febo Apolo, y echó los cimientos, anchos y largos. Pero cuando Telfusa lo vio, se entristeció y dijo: “Febo, señor, que de lejos viniste para afanarte, una palabra de consejo quiero dirigir a tu corazón, ya que estás resuelto a levantar aquí un templo glorioso que sea un oráculo para los hombres, al que acudirán trayendo hecatombes perfectas en tu honor; hablaré, y tú acoge mis palabras de corazón. El trotar de los veloces caballos y el ruido de las mulas abrevando en mis manantiales sagrados terminarán por enojarte, mientras que los hombres gustan más de contemplar los carros bien hechos y la carrera de los veloces caballos que tu gran templo y los ricos tesoros guardados en él. Pero si te dejas convencer por mis palabras, pues tu, señor, eres más fuerte y poderoso que yo, y tu vigor es mucho, construye tu templo en Crisa, bajo los claros del Parnaso, donde ningún carro hará oír su estruendo ni se escuchará el ruido de los caballos de veloz carrera cerca de tu bien proporcionado altar. De este modo, las tribus gloriosas de los hombres te llevarán sus dones como Yepeón (sanador) y recibirás complacido abundantes sacrificios de los pueblos que moran en torno.” Así habló Telfusa, de forma que ella sola, y no el que dispara a lo lejos sus flechas, tuviera allí su sede famosa. Y logró persuadir al que dispara sus flechas a lo lejos.

Entonces marchaste, oh Apolo, que lanzas a lo lejos tus flechas, y llegaste a la ciudad de los orgullosos flegias, que moran sobre la tierra en un placentero claro junto al lago Cefiso, descuidados de Zeus. Y luego llegaste a Crisa, bajo el Parnaso nevado, colina vuelta hacia poniente. Sobre ella se deja caer desde lo alto un escarpe, mientras que por debajo se extiende un claro fragoso y cóncavo. Allí decidió el señor Febo Apolo erigir su maravilloso templo, y dijo:

En este lugar estoy resuelto a levantar un templo glorioso que sea oráculo para los hombres, que traerán siempre aquí hecatombes perfectas, los que viven en el rico Peloponeso y los de Europa y de todas las islas rodeadas de olas, que vendrán a consultarme. Y yo les daré todo consejo que no puede fallar, respondiéndoles en mi templo suntuoso.”

Cuando hubo dicho todo esto, Apolo echó los cimientos, anchos y largos, y sobre ellos pusieron los hijos de Ergino, Trofonio y Agamedes, amados de los dioses inmortales, un plinto de piedra. Y las tribus incontables de los hombres construyeron todo el templo de piedra blanca, cuya gloria se cantará por siempre.

Pero había cerca un manantial que fluía placentero; allí el señor hijo de Zeus, con su fuerte arco dio muerte a la gran serpiente engreída, monstruo fiero acostumbrado a causar daño a los hombres en la tierra, a los mismos hombres y a sus ovejas de finas canillas, como un azote sanguinario. Fue ella la que en tiempos recibió de Hera, la que se sienta en trono dorado, y crió a Tifón, feroz y cruel, que habría de ser un azote para los hombres. Hera lo había incubado por enojo contra Zeus, cuando el hijo de Cronos incubaba a la gloriosísima Atenea en su cabeza...

Aquel Tifón solía causar grandes estragos entre las tribus famosas de los hombres. Todos cuantos iban a dar con la serpiente eran arrebatados y perecían desdichadamente, hasta que Apolo, el que maneja la muerte de lejos, le lanzó una fuerte flecha. La serpiente desgarrada por agudos dolores, cayó dando grandes boqueadas y retorciéndose en aquel lugar. Un fragor horrísono, que no hay palabras para describir, retumbó mientras ella se revolcaba por todo el bosque. De este modo exhaló la vida con su sangre. Entonces Febo Apolo exclamó con orgullo:

¡Púdrete ahora sobre la tierra que alimenta a los hombres. Ya no vivirás más para ser ruina mortal de los humanos que comen los frutos de la tierra nutricia, y que traerán aquí hecatombes perfectas. Contra la muerte cruel no te valdrán ni Tifón ni la tristemente famosa Quimera, sino que en este lugar te harán pudrir la Tierra y el brillante Hiperión.”

Así habló Febo, orgulloso sobre su víctima, y la oscuridad cerró sus ojos. Y el sagrado vigor de Helios hizo que sus despojos allí se consumieran. Desde entonces se llama Pitón aquel lugar, y los hombres se dirigen a Apolo con un nuevo epíteto, el de Pítico, porque allí el poder de Helios y sus dardos hizo que el monstruo se consumiera.

Vio entonces Apolo que la fuente de suave manar le había engañado, y se volvió lleno de ira contra Telfusa; se acercó a ella y le habló:

No habrá de ser para ti este lugar amable porque hayas extraviado mi mente ni harás correr aquí tus claras aguas. También resonará aquí mi fama, no sólo la tuya.”

Así habló el señor, Apolo, el de grandes obras, y lanzó sobre ella un risco con una lluvia de piedras que ocultaron sus corrientes, y levantó para sí un altar en medio de un bosque, muy cerca de las claras aguas. En este lugar imploran los hombres al excelso con el nombre de Telfusio, ya que humilló la corriente de la sagrada Telfusa.

Cf. también nº 139, 304.

M. ELÍADE (Hist.de las Cre. y de las Id. Rel. IV)

apothayat. aplastó (C. 10º, Cap. 4, V. 8).

apovāha. robó (C. 4º, Cap. 19, V. 11).

Apoyo. Lo que sirve de base y fundamenta la veracidad de la «cosa» para aquel que no conoce en absoluto, por captación directa, al Causador Universal.

«El mundo visible es el punto de apoyo para elevarse al mundo del Reino Celeste y el «recorrido de la vía Derecha» consiste en esta ascensión» (Ghazâli, El Tabernáculo de las Luces) (Dicc. De la Santa Tradicción, Padre Henri Stéphane)

APPAR (600-655). Santo shivaita indio. De profundas convicciones religiosas profesó la fe jainista, pero habiendo sido curado milagrosamente de una enfermedad se convirtió en ardiente devoto de Śiva, componiendo plegarias religiosas y fina poesía en su honor. Vivió una vida simple y es considerado una de las grandes figuras del shivaismo, recibiendo el apodo de Tirunavukkarasu (rey santo de la oración). Se dice que compuso 49.000 sílabas de himnos de los cuales se conservan 311.

Appar. A Tamil poet who belonged to a vast number of the Shaivite religious character which marks Tamil literature from the seventh century. It has been suggested that he was perhaps the most ardent of the group of Nayanars or Shaivite saints who claimed an exclusive faith in Shiva and set aside all religious practices and all texts. The following excerpts are from Kingsbury and Phillips, Hymns of the Tamil Shaivite Saints. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).

A Confession of Sin
Evil, all evil, my race, evil my qualities all,
Great am I only in sin, evil is even my good.

Evil my innermost self, foolish, avoiding the pure,
Beast am I not, yet the ways of the beast I can never forsake.

I can exhort with strong words, telling men what they should hate,
Yet can I never give gifts, only to beg them I know.

Ah! wretched man that I am, whereunto came I to birth?
The Presence of God
No man holds sway o'er us,
Nor death nor hell fear we;
No tremblings, griefs of mind,
No pains nor cringings see.

Joy, day by day, unchanged
Is ours, for we are His,
His ever, who doth reign,
Our Shankara, in bliss.

Here to His feet we've come,
Feet as plucked flow'rets fair;
See how His ears divine
Ring and white conch-shell wear.

He is ever hard to find, but He lives in the thought of the good;
He is innermost secret of Scripture, inscrutable, unknowable;
He is honey and milk and the shining light. He is the king of the Devas,
Immanent in Vishnu, in Brahma, in flame and in wind,
Yet in the mighty sounding sea and in the mountains.

He is the great One who chooses Perumpattapuliyur for His own.

If there be days when my tongue is dumb and speaks not of Him,
Let no such days be counted in the record of my life. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).





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