SRI
NRSIMHADEVA
MULTIPLY
SRI NRSIMHADEVA - MULTIPLY
Creado por juancas del 24 de Diciembre del 2012
114JC - aplav-appar
para Todos
aplav
aplava-īśām. de los no devotos, que no se han refugiado en los pies de loto de la Suprema Personalidad de Dios (C. 4º, Cap. 22, V. 40).
aplāvitaḥ. sin ser tocado (C. 8º, Cap. 9, V. 25).
aplu
Aplustro. En las naves romanas, adornos de madera en la popa, figurando plumas de aves.
āpluta. bañados (C. 7º, Cap. 6, V. 27).
āplutaḥ. abrumado, sobrecargado (C. 10º, Cap. 3, V. 11).
āplutaḥ. santificado (C. 3º, Cap. 1, V. 19).
āplutāḥ. se bañaron (C. 1º, Cap. 8, V. 2).
āplutāḥ. se bañaron (C. 4º, Cap. 14, V. 36).
āplutaḥ. siempre inmerso en amor por la Suprema Personalidad de Dios (C. 8º, Cap. 4, V. 8).
āplutam. sumergidos en (C. 3º, Cap. 8, V. 10).
āplutya. bañándose (C. 4º, Cap. 2, V. 35).
Apnana. The passage leading to the place of sacrifice. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
Apnana. El paso hacia el lugar del sacrificio. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).
Apnavana. The name of a Rishi belonging to the family of Bhrigu. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
Apnavana. El nombre de un Rishi perteneciente a la familia de Bhrigu. (La Fundación Manurishi, diccionario enciclopédico de términos hindúes).
apno
āpnoti. alcanza (C. 4º, Cap. 29, V. 28).
āpnoti. logra (C. 4º, Cap. 20, V. 33).
āpnoti. obtiene (C. 3º, Cap. 31, V. 6).
āpnoti. se enreda (C. 7º, Cap. 13, V. 28).
āpnoti. se obtiene (C. 9º, Cap. 22, V. 14-15).
apnu
āpnuvanti. logra (C. 2º, Cap. 2, V. 23).
āpnuvanti. pueden alcanzar (C. 8º, Cap. 3, V. 19).
āpnuyāt. puede obtener (C. 6º, Cap. 14, V. 18).
āpnuyāt. obtiene (C. 4º, Cap. 31, V. 31).
āpnuyāt. obtiene con mucha facilidad (C. 7º, Cap. 7, V. 21).
āpnuyāt. puede obtener (C. 6º, Cap. 16, V. 58).
āpnuyāt. se debe conseguir (C. 4º, Cap. 23, V. 38).
āpnuyuḥ. pueden alcanzar (C. 8º, Cap. 24, V. 46).
apo
Apoastro. Punto de la órbita de un astro en el que se encuentra a la máxima distancia del astro principal en torno al cual gravita.
Apocatasis. Dícese del curso de los planetas, cuando después de cierto tiempo vuelven al mismo signo.
Apocatástasis. Dícese del curso de los planetas, cuando después de cierto tiempo vuelven al mismo signo.
Apófasis. Palabra griega que significa «negación». La teología apofática dice de Dios lo que él no es, más que lo que él es. (Dicc. De la Santa Tradicción, Padre Henri Stéphane)
Apogear. Hallarse un planeta en el apogeo o próximo a él.
apogear un planeta. Hallarse el planeta en el apogeo o próximo a él.
Apogeo. Punto
de la órbita de la luna o de algún otro satélite de la tierra, natural o
artificial que se encuentra a mayor distancia de la tierra.
Apogeo. En el movimiento, real o aparente, de un cuerpo alrededor de la Tierra, punto de la trayectoria más alejado de nuestro planeta.
Apogeotrópico. Parte de la orbita lunar comprendida entre los ejes de las áspides.
Ap::ðhn:ö (apohanaṁ) = forgetfulness
apohitum. contrarrestar (C. 7º, Cap. 10, V. 64).
apohitum. para disipar (C. 4º, Cap. 25, V. 42).
apohya. abandonar (C. 6º, Cap. 18, V. 20).
apohya. dejando (C. 2º, Cap. 2, V. 13).
apohyaḥ. debe ser evitada (C. 10º, Cap. 1, V. 48).
Apojovio. Apogeo
de los satélites de Júpiter con respecto a su planeta, o el punto más
distante de este en la órbita que describe a su alrededor.
Apojovio. Apogeo de los satélites de Júpiter con respecto a su planeta.
Apojovio. Punto de la órbita de un satélite de Júpiter en el que éste se encuentra a la máxima distancia del planeta.
APOLO.
Divinidad solar griega, a la que se le rendía culto como representativa
de las artes, la medicina, la luz y la adivinación. Según la fábula
nació en Delos, hijo de Zeus y Leto y fue hermano gemelo de Artemis. Sus
santuarios principales estaban en Delfos y Delos. En la poca helénica
es llamado Helios y en la romana Febo.
APOLO
Apolo
era pastor de Admeto, el rey de Feres en Tesalia, varios siglos antes
de instalarse en Delfos como jefe de las Musas. Y como héroe oracular
pregriego había sido enterrado en un centenar de islas sagradas. Cuando
los griegos consideraron conveniente adoptarlo como su dios de la
curación y de la música, centenares de ciudades le tributaron honores, y
en la época clásica ya hacia su circuito diario y anual como sol
visible. Gwion insinúa a Heinin y los otros bardos de la corte que la
verdadera identidad del héroe al que ensalzan irreflexivamente como rey
Arturo es Hércules-Dioniso, quien en su segundo advenimiento será el
inmortal Hércules-Apolo.
LOS
TRES PASTORES TRIBALES DE BRITANIA. Dice Apolo: “Ha pasado mucho tiempo
desde que yo era pastor” no sería para ellos más que un recuerdo de la Tríada 85,
donde los Tres Pastores Tribales de Britania son citados como Gwydion,
que guardaba el rebaño de la tribu de Gwynedd; Bennren, que guardaba el
rebaño de Caradoc, hijo de Bran, y que se componía de 21.000 vacas
lecheras; y Llawnrodded Varvawc, que guardaba el rebaño igualmente
numeroso de Nudd Hael.
Apolo
gobierna el corazón, Venus los riñones, Mercurio, los pulmones, Diana
(La Luna), la cabeza. El anillo de oro profiláctico en honor de Apolo en
las bodas se coloca en el cuarto dedo como anular, este anillo regula
el corazón, que es la sede del amor permanente. (La Diosa Blanca de R.
Graves, 1º)
APOLO Y TESEO
Que
Teseo fuera una criatura de Apolo se puede entender por los muchos
signos y homenajes esparcidos en sus aventuras. Teseo se enfrenta
continuamente con monstruos, y el primer matador de monstruo es Apolo.
El rizo que le caía sobre la frente es ofrecido por el joven héroe a
Apolo en Delfos. Cuando llega a Atenas, Teseo arroja un toro por el
aire: pero es significativo que esto ocurra en el interior de un templo
de Apolo Delfinio. Al mismo templo regresará Teseo, antes de viajar a
Creta, con una rama de olivo sagrado envuelta en lana para que el dios
le ayude. Cuando captura al toro de Maratón, y los atenienses demuestran
gran alegría, Teseo lo hace sacrificar a Apolo. En Delos, después de
haber matado al Minotauro, Teseo ejecuta la danza de la grulla, que
contiene cifrado el secreto del laberinto. Y Delos es el primer lugar de
Apolo.
Pero
Apolo calla. En toda la vida de Teseo, Apolo dirá una única frase:
“Toma a Afrodita como guía.” Es la frase decisiva. Todas las aventuras
de Teseo están rodeadas de un aura erótica. En la expedición cretense,
Apolo es el que gobierna desde la sombra. La misión es demasiado
delicada para que el dios pueda descubrirse. En la superficie se
muestran las diferencias entre Dioniso y el héroe Teseo, en la oscuridad
se consolida un pacto entre Apolo y Dioniso. Se trataba de la translatio imperii
de Creta a Atenas: los dioses daban el relevo, de los meandros ocultos
del laberinto a la evidencia frontal de la acrópolis. Y todo sucedía a
través de Teseo, porque había que hablar de otra cosa: de doncellas
sacrificadas, amores, duelos, abandono, suicidios, y el melodrama humano
debía cubrir con sus arias y con su parloteo la sustancia muda del
pacto divino.
Ese
cambio de propiedad, que se produce con la expedición de Teseo a Creta,
presupone una afinidad entre Apolo y Dioniso a espaldas de la evidente
oposición. Pero es una afinidad que no quieren manifestar, entre otras
cosas porque no les honra. Aquí los dos dioses están emparejados
fundamentalmente porque han sido traicionados por una mujer mortal.
Ariadna traiciona a Dioniso con Teseo; Corónide traiciona a Apolo con el
mortal Isquis. Para matar a la mujer amada y traidora, Apolo y Dioniso
llaman a Artemis, sicario divino, pronta a tensar el arco. Y asisten,
silenciosos, a la muerte de la mujer atravesada. No se puede dar mayor
complicidad que ésta para ambos dioses: haberse dirigido, con el mismo
gesto, a la misma asesina para matar a la mujer que han amado. (págs.
56-57, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).
APOLO.
Delos
era una cumbre de roca desierta, navegaba siguiendo la corriente como
un tallo de asfódelo. Allí nació Apolo, donde ni las siervas infelices
acuden a esconderse. Antes que Leto, sólo las focas habían ido a parir a
aquel escollo perdido. Había, sin embargo, una palmera, a la que se
agarró la madre, sola, hincando las rodillas en la escasa hierba. Y
apareció Apolo. Entonces, todo, desde los cimientos, se volvió de oro.
De oro también el agua del río, también las hojas del olivo. Aquel oro
debía expandirse en la profundidad del mar, porque fondeó Delos. A
partir de entonces, ya no fue isla errante.
El
Olimpo se destaca de cualquier otra morada celeste por la presencia de
tres divinidades innaturales: Apolo, Artemis, Atenea. Irreductibles a
una función, imperiosos guardianes de lo único, desgarraron la leve
cortina opaca que la naturaleza tejía alrededor de sus fuerzas. El
esmalte y el vacío, el perfil, la flecha. Estos son sus elementos, no el
agua ni la tierra. Hay algo de autista en los dioses innaturales del
Olimpo. Apolo, Artemis y Atenea avanzan rodeados de su aureola.
Contemplan el mundo cuando deben golpearlo, pero, si no, su mirada es
lejana, como dirigida a un espejo invisible donde encuentran su propia
figura separada del resto. Cuando Apolo y Artemis tensan su arco para
matar, están serenos, absortos, el ojo permanece fijo en la flecha. A su
alrededor los hijos de Níobe ya están atravesados, caídos contra una
roca o la tierra desnuda. Los pliegues del ropaje de Artemis ni siquiera
tiemblan: toda la tensión está en el brazo izquierdo que sostiene el
arco y en el derecho curvado, detrás del hombro, mientras los dedos
entresacan del carcaj una nueva flecha mortal. ((págs. 53-54, Las Bodas
de Cadmo y Harmonía, Calasso).
Si
Atenea es la hija preferida de Zeus, entre los hijos varones de éste
"ocupa el primer lugar Apolo, el más bello y brillante de todos. Como
otros vástagos de Zeus, es un dios de la luz, el más puro y poderoso
representante de este elemento primordial de la naturaleza, e incluso en
su origen simbolizaba simplemente el Sol. Su madre es Leto (Latona), en
la que suele verse una representación de la noche oscura. Según la
leyenda sagrada, antes de su parto tuvo que andar errabunda durante
largo tiempo, pues en todas partes se le negaba acogida por temor al
poderoso dios cuyo nacimiento se anunciaba, o bien, según poyadas en el
fondo marino. Como luminoso dios del cielo, enemigo de todo lo impuro y
perverso, desde poco después de su nacimiento sale Apolo a combatir los
maléficos poderes de las tinieblas, dondequiera que se hallaran. Con sus
flechas derribó al gigante Titio y al dragón Pitón, un funesto monstruo
que, apostado en el angosto valle del Pleisto, junto a Delfos, hacía
estragos entre los hombres y los animales. Estos y otros mitos
semejantes no son más que una representación transfigurada de la
potencia del sol primaveral, que vence a los obscuros poderes del
invierno. Más si por una parte Apolo aparece como encarnizado enemigo de
todo lo maléfico e impuro, hay mitos de no menos antigüedad que nos lo
presentan como un temible dios de la Muerte, que envía funestas
pestilencias y con sus certeras flechas arrebata a hombres y animales.
Todos estos mitos se explican fácilmente partiendo de la primitiva
significación natural del dios. Pues aunque de un lado los cálidos rayos
del sol ahuyentan el helado y rígido invierno, a medida que va cobrando
vida. De la sangre del favorito de Apolo hizo éste nacer la flor del
jacinto, que perpetúa su nombre. Como ampliación natural de su condición
de dios de la luz, Apolo es también el protector de los caminos y las
casas. Un poste cónico, que solfa levantarse al lado de la puerta de la
casa, era símbolo suyo y servía para ahuyentar los maleficios. Con ello
enlaza el hecho de que sea también un dios salutífero, que del mismo
modo que puede enviar pestilencia y muerte, también sabe prestar el más
eficaz auxilio contra toda dolencia corporal. Este aspecto de su
personalidad fue luego desarrollado en la figura de su hijo Asclepio
(Esculapio), del que hablaremos más adelante. Y la taumaturgia del dios
no se limita a sanar los males físicos y exteriores, sino que acude
también en alivio de los corazones cargados con la conciencia de la
culpa; él es el consolador por excelencia, el purificador de todo pecado
y de todo crimen. Hasta a los perseguidos por las Furias acogía a veces
con compasivo amor; la leyenda nombra a dos cantores de la época
mítica, como Orfeo y Lino. Pero la importancia principal de Apolo para
la vida entera del pueblo griego radica en su papel de dios de la
profecía, cuyo oráculo ejerció, hasta los últimos tiempos de la
antigüedad, una considerable influencia no sólo sobre la política de los
distintos Estados, sino también en los destinos de las familias
particulares. En realidad, la ciencia del futuro no le pertenecía como
un don propio, sino que se limitaba a anunciar como profeta las
decisiones de Zeus. El distintivo característico de la adivinación
apolínea consiste en el hecho de que el dios no suele revelar el futuro
por medio de signos exteriores y visibles para todos, sino que más bien
prefiere provocar, en el alma de la persona elegida, como portavoz de su
oráculo, un estado de enajenación extática, rayano en el delirio. Por
lo común eran mujeres o doncellas las que profetizaban en nombre del
dios, o bien en los oráculos e vivían aisladas. La época primitiva
conoció un número bastante grande de semejantes oráculos de Apolo, como
el de Claros, Colofón, el de Didima, en las cercanías de Mileto, el de
Ismeno, próximo a Tebas. Pero con el tiempo todos quedaron obscurecido
por el oráculo de Delfos, cuyos dictámenes ejercieron durante largos
siglos una influencia casi todopoderosa sobre la historia griega,
especialmente en los pueblos de origen dórico. Los transportes de la
Pitia o Pitonisa, que tales eran los nombres de la sacerdotisa de Apolo,
eran allí provocados o por masticación de hojas de laurel o por los
vapores que surgían de una grieta de la tierra sobre la cual se colocaba
el trípode sagrado. El estado de éxtasis, durante el cual pronunciaba
profecías que sólo eran inteligibles para los sacerdotes del oráculo, se
manifestaba exteriormente por espumarajos en la boca y temblores
convulsivos del cuerpo. Aunque ya en el primer siglo antes de J.C. el
prestigio del oráculo de Delfos no era, ni con mucho, lo que antes había
sido, lo encontramos aún mencionado en el siglo IV de nuestra era: por
ejemplo, el emperador Juliano el Apóstata lo consultó todavía, según se
cuenta. Dedúcese de lo dicho que Delfos fue uno de los principales
centros del culto de Apolo. El magnifico templo que allí se levantaba
fue reconstruido en tiempo de los Pisistratidas después del incendio que
devoró muchos de sus tesoros fue calculado en 10.000 talentos (unos
quinientos millones de pesetas oro). En las proximidades de Delfos se
celebraban, cada tercer año de la Olimpíada, los juegos Píticos. Un
santuario de Apolo no menos famoso que el de Delfos era el que se
encontraba en la isla de Delos, lugar de nacimiento del dios. Los
lugares que éste hizo sagrados se hallaban al pie del monte Cintos; pero
la isla entera estaba consagrada a la deidad, por lo que estaba
permitido enterrar en ella a ningún cadáver. También aquí se celebraban
solemnes juegos en honor del dios, una vez cada cuatro años, que pasaban
por haber sido establecidos por Teseo. Además de los mencionados,
poseía Apolo un gran número de lugares de culto, esparcidos no sólo en
toda Grecia, sino también en el Asia Menor; de hecho, el dios era
venerado en todos los lugares adonde llegó la colonización griega. El
romano Apolo, como ya indica su nombre, llegó a Italia procedente de
Grecia, pues muy pronto se sintió la necesidad de poseer un dios
profetizador; los dioses romanos, en efecto, aunque también servían para
anunciar el futuro, en sus respuestas se limitaban a emitir un simple s
o no. Junto a esta propiedad de Apolo, favoreció también su pronta
entrada en Roma su papel de dios de la salud, como nos indica su
victoria en Accio a la especial protección de este dios, y en
agradecimiento le hizo erigir un magnifico templo en el Palatino, que
adornó con la famosa estatua de Apolo citaredo, obra de Escopas. Ya en
la obra más antiguas del arte plástico está representado Apolo como un
joven desnudo de recia complexión, con largos bucles que caen sobre sus
hombros, con los brazos a veces pegados a su cuerpo y otras desprendidos
de él, a causa de los atributos que sostienen. Junto a esta figura de
un joven desnudo aparece ya muy pronto, como un tipo distinto de Apolo,
la de un mozo cubierto con las largas ropas de un citareda y sosteniendo
la "formix" en las manos. Entre los ejemplos conservados de la primera
clase merece ser mencionada la estatua de la Gliptoteca de Munich,
descubierta en Tenea, aunque la ausencia de toda clase de atributos no
permite una seguridad completa en su identificación. En cambio puede
darse casi por cierto que la figura central del frontón oeste del templo
de Zeus en Olimpia, perteneciente a mediados del siglo V antes de J.
C., con la cabeza completamente conservada, se refiere al dios Apolo.
Una especial predilección por la figura de con un vestido largo que
descendía hasta sus pies. El emperador Augusto, que, como hemos dicho,
creía poder atribuir a la intervención de Apolo su victoria de Accio,
adquirió esta preciosa obra de arte y la instaló en el templo del
Palatino por él erigido; entre las copias que hemos conservado merecen
ser destacadas la hermosa estatua del Vaticano llamada Apolo Musagetes y
la de la Gliptoteca de Munich, designada anteriormente con el nombre de
Musa Barberini. Los rasgos del dios, coronado de laurel, respiran una
exaltación puramente celestial. La gran lira con que parece acompañar su
canto cuelga de una correa que cruza en diagonal su pecho y está
adornada con la figura de Marsias, a quien el dios venció en un certamen
musical. Por otra parte, Praxíteles esculpió una estatua de Apolo en la
que el dios se ocupa en atravesar con una flecha un lagarto que sube
por el tronco de un árbol; con toda seguridad, el artista utilizó aquí
un viejo símbolo. Entre las copias, bastante numerosas, de esta
composición que han llegado hasta nosotros, pasa por ser la mejor la
estatua de mármol de la colección del Vaticano (p G. 58). titulada
soñadora; la mano izquierda sostiene el arco. Pero la más famosa de
todas las estatuas de Apolo, aunque es seguro que se trata de una obra
romana que sólo pudo ser creada después del impulso que el culto de este
dios conoció en Roma por obra de Augusto, es sin disputa el Apolo del
Belvedere en el Vaticano, descubierta en el año 1503 en Nettuno, la
antigua Ancio. La motivación de la figura y su procedencia y elaboración
a partir de un original helenístico no pudieron ser puesta en claro
hasta que fueron conocidas la figura de bronce del conde Stroganoff y la
llamada cabeza de Steinhauser, hallada en 1866 en Roma (hoy en el Museo
de Basilea). El dios está de pie, en actitud combativa, el brazo
izquierdo estirado en toda su longitud, con la égida en la mano, símbolo
del temor y del espanto, tal como aparece ante las huestes troyanas (en
el canto XV de la Ilíada) para provocar la retirada en las filas de los
griegos. La orgullosa confianza en sí mismo que posee el victorioso
dios, resalta con sin igual belleza no el cisne y el delfín, este último
por su supuesta sensibilidad a la música. (págs. 54-64). MITOLOGÍA
CLÁSICA ILUSTRADA: OTTO SEEMANN
APOLO Y ATENEA
En
el orden de la fuerza, el espíritu es el extranjero, separado de la
tierra y del agua. Pero Apolo y Atenea estaban celosos de la fuerza, de
aquella fuerza que, cuando nacieron, ya había sido expulsada hacia los
confines del mundo. Abajo, cerca del círculo serpentino de Océano,
seguían viviendo criaturas insomnes o letárgicas, agazapadas en cavernas
o montañas. Todavía contenían una fuerza sin extirpar. Apolo y Atenea
sabían que deberían descubrir a esas criaturas, matarlas o
apropiárselas.
Portadores
de una perfección opuesta, nueva e inaudita, Apolo y Atenea estaban
celosos de la perfección de lo indiferenciado. Pero no podían intervenir
en el reino acuático de Posidón, ni en el reino subterráneo de Hades,
después del reparto entre los tres hijos de Crono. Quedaba, como terreno
de juego, la tierra. Había que jugar el partido con la serpiente.
Atenea mató a la Gorgona, coronada de serpientes. Apolo mató a Pitón,
enroscado en la fuente Castalia. Las serpientes de la Gorgona se movían
al viento sobre el pecho de Atenea. Se habían convertido en las franjas
de la égida. Los dientes y los huesos de Pitón reposaban en la broncínea
concavidad del trípode desde el cual la Pitia pronunciaba los oráculos
de Apolo. Las escamas de Pitón estaban enroscadas alrededor de la piedra
del omphalós. El ombligo es el punto, el punto único, el
indispensable, donde lo perfecto se une a la perfección de lo
indiferenciado. Es el pie de Europa en el mar.
De
Zeus arrancan dos líneas de descendencia soberana: Dioniso y Apolo. La
de Dioniso es la más oscura, y sólo aflora a trechos. En Dioniso,
serpiente y toro, se resume toda la historia hasta Zeus, y vuelve a
abrirse. La línea de Apolo es más clara, pero aún más cubierta por el
secreto allí donde se roza la trasgresión de Apolo contra el padre.
Apolo no es serpiente y toro, sino que es aquel que mata serpiente y
toro. Bien disparando él mismo las flechas, como sucede con Pitón en
Delfos, bien mandando a un mensajero, Teseo, para que hunda la espada en
el Minotauro, en Creta, o capture al toro en Maratón.
Dioniso
y Apolo: uno es el arma, el otro se sirve del arma. Desde que
aparecieron, la vida de Psique oscila entre el abrazo del uno y del
otro.
APOLO Y DAFNE (EL LAUREL)
El
niño Apolo se yergue en brazos de la madre Leto y dispara flechas sobre
una enorme serpiente, enroscada en anchas vueltas a lo largo de las
laderas boscosas de Delfos. El joven Apolo de rubios cabellos, ondeantes
sobre los hombros, corre detrás de una doncella. Cuando el perseguidor
está a punto de triunfar, la doncella se transforma en una planta de
laurel. Cada una de estas dos acciones es la sombra de la otra. Al
observar a Pitón, reconocemos en la serpiente también a la delicada
Dafne. Al observar las hojas del laurel, reconocemos también en ellas
las escamas de Pitón.
Tan
pronto como es aferrado, el mito se abre en un abanico de muchas
varillas. Aquí la variante es el origen. Cualquier acto sucede de ese
modo, o bien de ese otro, o bien de un tercero. Y en cada una de esas
historias divergentes se reflejan las otras, todas nos rozan como los
jirones de la misma tela. Si, por un capricho de la tradición, sólo nos
queda una versión única de un hecho mítico, es un cuerpo sin sombra y
debemos entrenarnos a dibujar mentalmente su sombra invisible. Apolo
mata el monstruo, es el primer matador del monstruo. Pero ¿qué es el
monstruo? Es la piel de Pitón, camuflada entre matorrales y rocas, y es
la suave piel de Dafne, que ya se transforma en laurel y mármol.
Apolo
no consigue poseer a la ninfa, y tal vez ni siquiera lo desea. Detrás
de la ninfa, busca la corona de laurel que le queda en la mano cuando se
disuelve el cuerpo de Dafne: quiere la representación. Dioniso jamás
puede ser rechazado y burlado por la ninfa, porque la ninfa forma parte
de él mismo. Existe una única excepción: Aura, desdoblada en Nicea. Pero
el estupro de Aura introduce los misterios a través de su fruto: Yaco.
Por eso sólo puede ser único, en su desdoblamiento originario. (pág.
137, las bodas de Cadmo...)
La ninfa es la posesión, nymphóleptos
es quien delira capturado por las Ninfas. Apolo no posee a las Ninfas,
no posee la posesión, pero la educa, la gobierna. Las Musas eran
doncellas salvajes del Helicón. Apolo fue quien las hizo emigrar a la
montaña de enfrente, el Parnaso; él fue quien las educó en los dones que
convirtieron a aquel grupo de doncellas salvajes en las Musas, o sea las mujeres que invaden la mente, pero imponiendo cada una de ellas las leyes de un arte.
Plutarco,
sacerdote de Apolo délfico, ha dejado escrito que, en Delfos, Dioniso
tenía una importancia equivalente a la de Apolo. Durante los fríos meses
invernales, los meses de los difuntos que regresan y de las llamitas
vagantes en el Parnaso, en Delfos reina Dioniso. En los otros nueve
meses reina Apolo, vuelto de su nórdico Graal, de los Hiperbóreos.
Ninguna victoria es completa, ninguna basta para cubrir todo el año. Ni
Apolo ni Dioniso pueden reinar perennemente, ninguno de los dos puede
prescindir del otro, ninguno de los dos puede evitar su medida de la
ausencia. Cuando Apolo reaparece y estrecha el brazo de Dioniso, se oyen
las últimas notas de los ditirambos. Y he aquí que entra el peán. La
única continuidad está dada por el sonido.
En el ádyton
de la Pitia, Apolo tiene una estatua de oro, Dioniso el zócalo de su
tumba. Pero todo parece sucederse sin enfrentamiento. En ese momento,
fuerzas conjuntas y alternantes, Apolo y Dioniso olvidan de mala gana su
pasado en ese lugar. No muchos recuerdan que bajo las tapaderas de
bronce del trípode donde se sienta la Pitia hirvieron un día los
miembros descuartizados de Dioniso Zagreo. Y tampoco que Dioniso, según
algunos, fue el primero en vaticinar desde el trípode. Y tampoco que una
serpiente se enroscó alrededor de las patas del trípode. Todo esto se
habría superpuesto con excesiva evidencia a las historias del Enemigo:
Pitón la serpiente, y por ella próxima a Dioniso, el dios nacido de
Zeus-serpiente, escoltado por doncellas que se anudan una serpiente
alrededor de la frente, como una cinta; Pitón predecesor de Apolo en el
vaticinio; Pitón, también él (¿o también ella?) sepultado en el ádyton, debajo del omphalós.
Así que Dioniso, el vicario de Apolo durante su ausencia hiperbórea, se
desvelaría en su oculta figura de Enemigo, emanación de Pitón, de la
fuerza que Apolo mató y dejó pudrirse al sol.
En
sus días gloriosos, y también en su decadencia, Delfos se presentaba de
manera opuesta a lo que el helenizante siglo XIX ha definido como
espíritu clásico. Era un emporio, una selva de trofeos, un camposanto.
Su principio formal imponía el amontonamiento. Escudos y mascarones
dedicados por los vencedores militares. Liras, trípodes, carros, mesas
de bronce, bañeras, tazas, calderos, cráteras, esperones: esto se
ofrecía a la mirada en el mégaron del templo de Apolo. Aquella
sala, por la que se accedía al aposento de la Pitia, estaba atestada de
objetos apoyados en las paredes, en los troncos de las columnas,
colgados del techo. Cada uno de esos objetos era un acontecimiento, el
compendio de una vida, y con frecuencia de muchas vidas y muchas
muertes. Por el aire, colgadas, se movían suavemente, si una brisa se
introducía desde afuera, ligeras ruedas de carros. Y, como tenues
abanicos, oscilaban vendas y fajas de atletas.
Al
entrar en el templo de Apolo en Delfos, alterados por la multitud de
cuerpos metálicos sobresalientes y brillantes en la sombra, se podía
distinguir a veces, en el fondo, el busto de una mujer (y durante mucho
tiempo fue una mujer joven), que parecía surgir del suelo: llevaba el
sencillo peplo utilizado por las muchachas del pueblo, era la Pitia.
Encaramada en el trípode como en el taburete de un bar, seguía con la
mirada a los recién llegados mientras se asomaban por el mégaron. En relación con la sala del templo, la cámara de la Pitia, el ádyton,
era pequeña y con poco más de un metro de altura. Al lado, había una
cabina con un banco, donde se sentaban los consultantes, y no podían ver
a la Pitia mientras vaticinaba, rodeada de sus objetos sagrados: el
elevado trípode hincado en el suelo sobre una hendidura del terreno, la
piedra-ombligo rodeada por los hilos de una doble red, el zócalo de la
tumba de Dioniso, una estatua de oro de Apolo, un laurel que recogía
escasa luz desde arriba, un hilo de agua que corría detrás de ella.
APOLO Y ADMETO
Para
los héroes, el modelo en matar monstruos es Apolo con Pitón, en el amor
por los muchachos es Apolo con Jacinto y Cipariso. Pero en la vida del
dios existe un episodio que implica algo todavía más secreto que esos
amores frecuentemente funestos. Es el episodio de la servidumbre de
Apolo bajo Admeto, rey de Feras, en Tesalia. Sabemos de él que era
hermoso, tenía famosos rebaños, amaba las fiestas suntuosas y poseía el
don de la hospitalidad. Sabemos esto, y casi nada más. Pero mucho
sabemos de lo que se hizo por él. Por amor a Admeto, el dios más
orgulloso, Apolo, aceptó pasar por un mercenario. Durante un largo
período, el dios “inflamado por el amor del joven Admeto” fue un mayoral
cualquiera, que llevaba a pastar los rebaños de ese rey provinciano,
mantenía desgreñada la melena radiante, ni siquiera conservaba su cítara
y silbaba con cañas.
Su
hermana Artemis se sonrojaba de vergüenza. Por amor a Admeto, su mujer
Alcestis, la más bella de las hijas de Pelias, aceptó morir, de la misma
manera que un desconocido, a quien nadie amenaza, ocupa el puesto de un
rehén en la llamada de la muerte. Por amor a Admeto, Apolo
emborrachó a las Moiras: ésa fue quizá la fiesta más loca de la que ha
quedado noticia, y de la nada podemos decir, salvo que ocurrió. Las
Moiras, doncellas de bellos brazos que hilan la vida de cada individuo,
aparecen en la visión plutarquiana como “hijas de Ananque”, la
Necesidad. Y la Necesidad, recuerda Eurípides por haberla conocido
“atravesando las Musas y las cimas”, sin “hallar nada más fuerte”, es la
única potencia que no tiene altares ni estatuas. Ananque es la única
divinidad que no acepta los sacrificios. Sus hijas sólo pueden ser
engañadas por la ebriedad. Pero es muy raro que la ebriedad las afecte. Apolo lo consiguió, y sólo por amor a Admeto, porque quería aplazar su muerte.
Apolo
tiene una antigua venganza pendiente con la muerte. Zeus le había
obligado a ser esclavo – oh, una querida esclavitud – de Admeto, porque
Asclepio, hijo de Apolo y de la traidora Corónide, había osado resucitar
a un hombre. Zeus fulminó a Asclepio, y Apolo, por venganza, mató a los
Cíclopes que habían forjado el rayo. A eso siguió el terrible castigo
de Zeus contra Apolo. Quería sumirle en el Tártaro, y sólo porque Leto,
su antigua amante, le suplicaba, decidió enviarle a Tesalia, como
esclavo de Admeto. Con sus otros amantes, como Jacinto y Cipariso, el
amor terminaba siempre en muerte. Por error, y con dolor: aunque a la
postre, había sido el propio Apolo quien los había matado. El disco
lanzado por el dios, mientras jugaba con el amado, parte la cabeza de
Jacinto. Cipariso escapa de Apolo que le corteja y se convierte,
desesperado, en ciprés. Con Admeto ocurre lo contrario: por amor, Apolo
quiere sustraerle a la muerte, y así él se arriesga de nuevo a lo que
para un dios es el equivalente de la muerte: el exilio. Siempre por
Admeto, Apolo aceptó otra prueba, quizá todavía más grave: ser pagado
por el amado, como un pórnos, como un prostituto vulgar carente
de todo derecho, extranjero en la propia ciudad, despreciado en primer
lugar por sus amantes. Aquél fue el primer bonheur dans l´esclavage. Y que fuera Apolo quien lo sufría hacia mucho más deslumbrante la empresa.
Así
Apolo, el amante por antonomasia, llega a un extremo que ningún humano
volvería a alcanzar. No sólo confunde los papeles del amante y del
amado, como después les ocurriría a Orestes y Pílades, a Aquíles y
Patroclo, sino que llega a convertirse en el prostituto de su amado, o
sea en uno de esos seres “que son considerados la raza peor entre los
depravados”, en defensa de los cuales jamás alguien, en Grecia, osó
pronunciar una palabra. Y, como esclavo de su amado, intentó aplazar el
momento de la muerte, algo que ni Zeus, ni siquiera por su Sarpedón,
había osado hacer.
Pero
¿quién era Admeto? Cuando supo por Apolo que el momento de su muerte
podía ser aplazado, siempre que otra persona muriera en su lugar, Admeto
comenzó a visitar a sus amigos y parientes. Preguntaba a cada uno de
ellos si estaba dispuesto a sustituirle en la muerte. Ninguno aceptó.
Entonces Admeto se dirigió a sus ancianos padres, convencido de que
aceptarían. Pero también ellos se negaron. Le llegó entonces el turno a
su joven y bellísima esposa. Y Alcestis aceptó. Los griegos dudan de que
la mujer sea capaz, respecto del hombre, de philía, de aquella amistad que nace del amor (“philía diá tón érota” en las palabras de Platón) y que sólo los hombres pretenden conocer. Pero Alcestis fue capaz de exaltar la philía
hasta la entrega total. Incluso Platón se ve obligado a admitir que,
comparado con ella, Orfeo “parecía de ánimo blando, como citarista que
era”, porque había penetrado en el Hades vivo, en busca de Eurídice: no
había, como Alcestis, aceptado simplemente morir, sin posibilidad de
retorno ni de salvación. Es cierto que Alcestis es el único ejemplo
femenino de philía que los griegos consiguen citar, pero también
es un ejemplo impresionante. Tanto que los propios dioses permitieron
que Heracles la arrancase de los infiernos, cuando la joven estaba ya a
punto de atravesar las aguas tranquilas del lago de los muertos. Así
Alcestis fue devuelta a los vivos, al desolado Admeto. En tres ocasiones
el rey de Feres había sido salvado: por un dios, por una mujer, por un
héroe. Y todo esto había sucedido sólo porque Admeto se había mostrado
hospitalario.
En
esta historia, elusiva puesto que es sobrenatural, la máxima
incertidumbre se concentra en la persona que es el objeto mismo del
amor: Admeto. Eurípides hace morir en la escena a Alcestis, igual que
una heroína e Ibsen, y antes de morir abre su corazón. De la pasión de
Apolo quedan señales elocuentes, aunque los textos sólo afirmen en
lugares separados su pasión por Admeto y el hecho de que Admeto le
pagara como a un esclavo, sin relacionar ambas imágenes. De Admeto
sabemos que injuriaba a su anciano padre porque se había negado a morir
en su lugar. El resto es oscuro, no menos de cuanto pueda serlo un dios
para los mortales. Y posee un único rasgo que resplandece en los textos:
Admeto era hospitalario.
Pero
¿quién es Admeto? Encantado por Alcestis y por Apolo, sus amantes hasta
la abnegación, podríamos dejan en la sombra al objeto de su amor. Pero
detengámonos a observarle: escrutemos el paisaje y los nombres. Y
descubrimos que Admeto pertenece por propio derecho a la sombra.
El
paisaje es Tesalia: tierra que “en los tiempos antiguos era un lago
rodeado de montes altos como el cielo” (uno de los cuales es el Olimpo) y
ha conservado una intimidad con las aguas profundas, que periódicamente
irrumpen de muchas bocas y la inundan con las venas de muchos ríos;
campiña fértil, amarilla y áspera, rica en caballos, ganados y brujas.
No está presidido por la fría transparencia de Atenea, sino por una gran diosa que sale de las tinieblas, Feraia. Lleva dos antorchas en la mano y rara vez se la nombra. También
esto corresponde al genio de Tesalia, tierra donde la divinidad está
más próxima al anonimato primordial, donde los dioses raramente se
presentan con un rostro y donde los Olímpicos no suelen descender.
Cuando el dios aparece, irrumpe brusco y selvático, como el caballo
Escafeio que asoma la melena de la roca aplastada por los cascos. Los
veloces caballos de Tesalia son criaturas de las profundidades,
catapultados por las fallas de la tierra, las mismas por las que se
esparce sobre la llanura la ola posidónica. Son los muertos,
resplandecientes de blancura o de negrura. Feraia es un nombre local
de Hécate, la diosa noctámbula, subterránea, que hiere la oscuridad con
las antorchas, la diosa caballo, toro, leona, perra, la que aparece a
lomos del toro, del caballo, del león, la nodriza de muchachos, la
multiplicadora de los ganados. Es ella en Tesalia, la Fuerte (Brimó), unida a Hermes, que es hijo del Fuerte (Isquis, el amante que Corónide prefirió a Apolo). Y “fuerza” (alké)
aparece también en el nombre de Alcestis. En esa tierra, antes que como
figura, la divinidad se manifiesta como pura fuerza. Pero Feraia, dice
el diccionario de Esiquio, también es la “hija (kóré) de Admeto”.
¿Es posible que Alcestis y Admeto, antes de ser una pareja de soberanos
provincianos, se sentaran juntos como la pareja reinante de los
infiernos?
Ahora el paisaje se desvela. Esa Tesalia en la que Apolo será esclavo por un “gran año”, hasta que los astros, en nueve años, no retornen a sus posiciones originarias, es una vigorosa tierra de muertos. La estancia de Apolo en Tesalia es un ciclo infernal.
Si Zeus había elegido esa tierra para castigar a Apolo, en sustitución
del Tártaro, es un indicio de que le correspondía ser un lugar de la
muerte. Admeto significa “indomable”: pero nadie es tan indomable como
el señor de los muertos. A partir de ahí los escasos rasgos que de él
conocemos adquieren un nuevo sentido: nadie es tan hospitalario como el
rey de los muertos; a él pertenece el albergue que jamás cierra las
puertas, a ninguna hora del día ni de la noche; nadie posee ganados tan
numerosos. Cuando Admeto invita a amigos y parientes a morir por él, no
comete la menor aberración: es su actividad cotidiana. Y así se explica
que Admeto vea como algo obvio ser sustituido en la muerte: él es el
señor de la muerte, el que acoge los cadáveres y los reparte en sus
amplios dominios.
Aquí
se muestra que el amor de Apolo es realmente extremo, más de lo que
parecía: por amor, Apolo quiere sustraer a la muerte al señor de los
muertos. Ahora el amor de Apolo y de Alcestis revela toda su
provocación: es un amor por la sombra que rapta. En Alcestis se
manifiesta lo que la kóré raptada por Hades en el prado florido
de narcisos jamás dijo: que aquel dios de lo invisible no sólo es un
raptor, es un amante.
Los
textos son reticentes respecto de la esclavitud de Apolo, porque ahí se
rozan temas que conviene ocultar. Sobre la servidumbre de Heracles bajo
Onfale los poetas han ironizado. Pero sobre la esclavitud de Apolo con
Admeto nadie se ha atrevido. Queda sólo el exemplum de un amor
capaz de redimir cualquier vergüenza y cualquier sufrimiento. Según
Apolonio de Rodas, Apolo fue castigado con el exilio entre los
Hiperbóreos, y no ya en Tesalia, después de haber matado a los Cíclopes.
Y entonces lloró lágrimas de ámbar, aunque un dios no pueda llorar.
Pero la punta prohibida de la historia no estaba sólo en el escandaloso
dolor (y en el escandaloso amor servil) de Apolo, el “dios puro fugitivo
del cielo.” Detrás, se vislumbraba algo más. Una antigua profecía, el
secreto de Prometeo: el preanuncio del derrocamiento de Zeus por parte
de su hijo luminoso.
Apolo
juega con frecuencia en el límite de la muerte. Pero Zeus le vigila
desde arriba: sabe que ese juego, si fuese abandonado a sí mismo,
preludiría el advenimiento de una nueva era, la ruina del orden
olímpico. En secreto, en un secreto al que es excepcional incluso que se
aluda, Apolo es para Zeus lo que Zeus había sido para Crono. Y el lugar
donde sus poderes se enfrentan es siempre la muerte. Incluso bajo el
sol de los muertos, entre los ganados de Tesalia, Apolo no olvida su
desafío, y quiere arrancar, aunque sólo sea para una prórroga, al
indomable amado Admeto a ese momento en que “el día señalado le
violenta.” La silenciosa disputa entre padre e hijo ha quedado
suspendida en ese momento. (págs. 70-75, Las Bodas de Cadmo y Harmonía,
Calasso).
APOLO Y DIONISO (LA POSESIÓN)
Apolo
y Dioniso son falsos amigos, de la misma manera que son falsos
enemigos. Detrás del escenario de sus oposiciones, de sus encuentros y
de sus superposiciones, algo les une para siempre y les distancia de
todos los restantes camaradas divinos: la posesión. Tanto Apolo como
Dioniso saben que la posesión es la más elevada forma de conocimiento y
el más elevado poder. Y lo que quieren es ese conocimiento y ese poder.
También Zeus, naturalmente, practica la posesión, y para ello le basta
escuchar las encinas de Dodona que se estremecen. Pero Zeus es todo, y
por lo tanto nada privilegia. Apolo y Dioniso, en cambio, eligen la
posesión como su arma, y no les gusta permitir que otros la manejen.
Para Dioniso, la posesión es realidad inmediata, indefectible, que le
acompaña en todos los vagabundeos, por los aposentos de la ciudad y por
las abruptas montañas. Si alguien no la reconoce, Dioniso está dispuesto
a acosarle como una fiera terrorífica. Entonces las Prétides, hermanas
tejedoras, reacias a seguir la llamada del dios, se lanzan a carreras
obsesivas por los montes. Y no tardan en matar, en ocasiones a
ignorantes viajeros. Así hiere Dioniso a quien no acepta su posesión, suya como una fuente perenne que mana de su cuerpo, como el oscuro líquido que por él fue revelado.
Para
Apolo, la posesión es una conquista. Y, al igual que cualquier
conquista, es defendida con un gesto imperioso. Al igual que cualquier
conquista, tiende también a borrar el poder que la ha precedido. Pero la
posesión que atraía a Apolo era muy diferente de la que pertenecía
desde siempre a Dioniso. Apolo quiere la obsesión escondida por el
metro, quiere imprimir inmediatamente el sello de la forma sobre el
flujo del entusiasmo. También la lógica es impuesta por Apolo: como
metro vinculante en el flujo de la mente. Respecto de la inteligencia
sinuosa, desordenada y furtiva de Hermes, Apolo trazó una línea de
demarcación: a Hermes la adivinación con los dados y los huesos, podía
concederle incluso las Trías, las doncellas de la miel, pese a que las
había amado; pero Apolo se reservaba el oráculo de la palabra, el
supremo, invencible. (págs. 134-135, Las Bodas de Cadmo y Harmonía,
Calasso).
TEMPLOS DE APOLO
En
medio de la acumulación de piedras, de mármol y de metal, en Delfos, el
visitante pensaba en otros fantasmas, en los primeros templos de Apolo,
ya desvanecidos. El primero, cabaña de ramos de laurel arrancados del
valle de Tempe; el segundo, de cera y plumas; el tercero, construido en
bronce por Hefesto y Atenea. El propio Píndaro se preguntaba: “Oh,
Musas, ¿qué ritmo apareció en el templo debido a las hábiles manos de
Hefesto y Atenea?” No lo sabremos, pero Píndaro creía recordar los
fragmentos de una imagen: “Broncíneos muros y broncíneas columnas lo
sustentaron y de oro, sobre el frontón, cantaban seis encantadoras.” Ya
para Pausanias esas palabras sonaban oscuras. Como máximo, suponía, esas
encantadoras podían ser una “imitación de las Sirenas de Homero”. Y, en
cambio, ocultaban una larga historia, la historia originaria de la
posesión. (continua en la historia de Iinge). (págs. 135-136, Las Bodas
de Cadmo y Harmonía, Calasso).
APOLO Y CORÓNIDES (ASCLEPIO), (ISQUIS): TESEO Y EGLE
Corónide
se lavaba los pies en el lago Boibeis. Apolo la vio y la deseó. Para él
el deseo era un impulso repentino, que le asaltaba de sorpresa y del
que quería librarse inmediatamente. Descendió sobre Corónide como la
noche. Su aproximación fue violenta, embriagadora y veloz. En la mente
de Apolo se superponían la posesión de un cuerpo y el lanzamiento de una
flecha. El encuentro de los cuerpos no era mezcla, como para Dioniso,
sino choque. Así había matado un día a Jacinto, el joven que más había
amado: mientras jugaban, al lanzar el disco.
Corónide
estaba embarazada de Apolo cuando se sintió atraída por un extranjero,
que venía de la Arcadia y se llamaba Isquis. Junto a ella velaba un
blanquísimo cuervo. Apolo le había encargado la custodia de la amada,
“para que nadie la violase”. El cuervo vio a Corónide que se entregaba a
Isquis. Entonces voló a Delfos, a casa de su señor, para hacer de
espía. Dijo que había descubierto las “obras ocultas” de Corónide.
Apolo, en su furia, arrojó el plectro. La corona de laurel cayó en el
polvo. Miró al cuervo con odio, y sus plumas se volvieron de un negro de
pez. Después Apolo pidió a su hermana Artemis que fuera a Lacereia a
matar a Corónide. La flecha de Artemis se hundió en el seno de la
traidora. Y, junto con ella, mató a muchas otras mujeres, a lo largo de
las orillas abruptas del lago Boibeis. Antes de morir, Corónide confesó
al dios que había matado también a su hijo. Entonces Apolo intentó
inútilmente reanimarla. Sus artes medicas se revelaron insuficientes.
Pero, cuando el cuerpo perfumado de Corónide quedó tendido sobre la
hoguera, alta como una pared, y el fuego ya lo atacaba, las llamas se
abrieron ante la mano rapaz del dios, que extrajo del vientre de la
muerta, ileso, a Asclepio, aquel que cura.
Ariadna,
Corónide: dos historias que se llaman, se contestan. No sólo el sicario
de la venganza es el mismo: Artemis, sino quizá también el seductor de
la mujer amada por el dios: Teseo. Isquis es una figura imprecisa, de la
que sabemos poco más que el nombre. Pero de Teseo sabemos mucho: dice
una voz que abandonó a Ariadna tan pronto como “ardió con un tremendo
amor por Egle, hija de Panopeo.” Palabras que se leían en Hesíodo, pero
Pisistrato quiso expurgar justo este verso. ¿Revelaba demasiado sobre el
héroe? Una estela de mármol descubierta en Epidauro, con la firma de
Isilo, nos explica que Egle (o Egla) “se llamaba también, por su
belleza, Corónide” y había parido a Asclepio. Egle significa
“resplandor”, de igual manera que Ariadna-Aridela es “la
resplandeciente”. Corónide alude a una belleza que va más allá del
difuso resplandor: la grabación de una forma. Pero ¿quién es “Egle, hija
de Panopeo”? Su padre era el rey epónimo de la pequeña ciudad de
Panopeo, en la Fócide: “Panopeo de la hermosa explanada para la danza”,
dice Homero. En esa explanada danzaban las Tíades, secuaces de Dioniso.
Era una etapa de la larga procesión que desde Atenas las llevaba a
Delfos para “realizar allí ritos secretos para Dioniso”. Y todavía
recordamos la explanada donde danzaba Ariadna el laberinto. Pausanias
nos explica además que los habitantes de Panopeo “no son focenses, sino
que en su origen eran flegios”. Y recordemos también que Corónide era
hija de Flegia el tesalio, héroe epónimo de los flegios. Con su pueblo,
Flegia emigró a la Fócide y allí reinó.
Corónide,
Egle: hijas de un rey de la Fócide, próximas a una explanada donde
danzaban las secuaces de Dioniso, en el camino al santuario de Apolo.
Existe una fraternidad gemela entre Corónide y Egle, al igual que entre
Corónide-Egle y Ariadna, que remite a otra más oculta de sus amantes
divinos: Dioniso y Apolo. ¿No es acaso Corónide el nombre de una de las
Ninfas que criaron a Dioniso en Naxos? ¿Y entre las restantes nodrizas
de Dioniso no aparece también, de nuevo, el nombre de Egle? ¿Y no es
acaso Corónide el nombre de una de las doncellas de la nave de Teseo al
regreso de Creta? Koróne es el pico curvo del cuervo, pero también es la guirnalda. ¿Y la historia de Ariadna no era acaso una historia de coronas? Koróne también es la popa de la nave y la culminación de la fiesta. Korónis
es la greca ondulada que señalaba el final de un libro: sello del
acabamiento. En un ánfora ática vemos a Teseo que rapta una doncella
llamada Corone, mientras dos de sus mujeres, Helena y la amazona
Antíope, intentan inútilmente retenerle. Corone está presa en los brazos
del héroe y alzada en el aire y, sin embargo, se entretiene, con tres
dedos de la mano izquierda, en jugar caprichosamente con los rizos de la
coleta de Teseo. Pirítoo, dirigiendo hacia atrás su aguda mirada,
protege las espaldas al raptor. “Lo he visto, corramos”, ha escrito
junto a la escena la anónima mano del artista, en la que reconocemos –
con la seguridad que da el estilo – a Eutímides.
Ariadna
y Corónide prefirieron el hombre extranjero al dios. Para ellas, el
Extranjero es la “fuerza”, que da nombre a Isquis. Y Teseo era el fuerte
por excelencia. De todas las mujeres con las que los dioses se han
unido, Corónide ha sido tal vez la más insolente. Ya grávida de la
“pura semilla” de Apolo, elegante en sus peplos como Píndaro la
recuerda, “se prendió de lo lejano” y siguió a su lecho al extranjero
que venía de la Arcadia. La sentencia pindárica comenta: “La raza más
loca entre los hombres / es aquella que menosprecia lo que tiene en
torno y dirige la mirada más allá / persiguiendo lo inconsistente con
vana esperanza.” Para Corónide lo propio era el dios, de quien su
cuerpo ya alimentaba un hijo, que sería Asclepio. Es como si la plenitud
del cielo griego se resquebrajara aquí por capricho. El extranjero de
la Arcadia era aún más extranjero que el dios; por consiguiente, más
atractivo. El esmalte de las apariciones divinas está surcado de
repentinas grietas. Pero esto le hace respirar con la naturalidad de la
literatura, que ignora el gesto impositivo del texto sagrado.
De
Corónide quedó un montón de cenizas. Pero, años después, también de
Asclepio quedaría un montón de cenizas, porque había osado devolver a la
vida un muerto, y Zeus lo había fulminado. En aquella ocasión, Apolo
lloró por única vez, “las incontables (lágrimas) que antaño derramaba
cuando arribaba al pueblo santo de los Hiperbóreos.” Eran gotas de
ámbar, que rodaban en el Erídano. A su alrededor se percibía aún el
hedor del cadáver de Faetonte, arrojado a aquel río celeste y terrestre.
Y gemían, lamentando su muerte, los altos chopos negros, en los cuales
se podía reconocer a las hijas del Sol.
El
destino de la incineración recorre como una herida las historias de
Apolo y de Dioniso. Sémele es incinerada, y es la madre de Dioniso;
Corónide y Asclepio son incinerados, y son la amante y el hijo de Apolo.
El fuego del cielo cae sobre quien se dispone a salir del recinto de
lo humano. Y eso puede suceder tanto por traicionar a un dios como por
devolver a un hombre a la vida o por ver a un dios más allá del velo
epifánico. Fuera del trazado de lo que está admitido, se halla el fuego.
Apolo y Dioniso viven muchas veces a lo largo de los bordes de esa
línea, del lado divino y del lado humano, fomentan la oscilación en los
hombres, ese salirse de sí mismos que parecen incluso preferir a ser
humanos, preferir a la vida misma. Y en ocasiones ese juego peligroso
repercute también en los dos dioses. Apolo ocultó su llanto entre los
Hiperbóreos, mientras conducía por el aire su carro arrastrado por los
cisnes. Siempre recortado sobre el cielo, desde aquella tierra llegaría
un día a Grecia el hechicero Abari, emisario de Apolo. Cabalgaba en el
aire la inmensa flecha del éxtasis.
APOLO Y CIRENE:
Los
primeros seres humanos que los Olímpicos veían desde el éter eran las
Ninfas de las montañas. Estas mujeres longevísimas, pero no por ello
sustraídas a la muerte, aparecían y desaparecían de los bosques y de los
sotobosques, muchas veces a la caza de fieras. Para los Olímpicos,
fueron el primer fuego del deseo, y casi su iniciación a las criaturas
de la tierra. Apolo no siempre fue feliz en sus amores, tanto masculinos
como femeninos. Algo los estropeaba, a partir de un determinado punto –
una furia mortal, como sucedió con Jacinto o con Corónide -. Pero
parece que por lo menos con Cirene nada llegó a turbarlos.
La
observó largo rato, desde arriba, mientras Cirene cazaba en el Pelio.
Apolo se regocijaba al comprobar su desprecio por las obras domésticas.
El telar no era para ella. Salía día y noche para descubrir los animales
más feroces. Esto le recordaba a Apolo a su hermana Artemis. Y aún más
lo siguiente: a Cirene “le placía su doncellez y lecho intacto.” Con
aire inocente, Apolo llamó al centauro Quirón, padre de Cirene, para
preguntarle quién era aquella muchacha que estaba luchando con un león.
Quirón sonrió ante la ingenuidad del dios, que fingía no conocerla.
Mientras tanto, Cirene había abatido una vez más al león. Para que
Cirene perdiera la virginidad sin lamentarla, Apolo eligió una de sus formas más secreta: el lobo.
Era la forma que daría más placer a ambos. Después seguirían las
habituales honras nupciales: en un carro de oro, Apolo conduciría a
Cirene a Libia y Afrodita les guiaría a un palacio de oro hundido en un
espeso jardín. Pero su coito más hermoso seguiría siendo el primero.
Apolo donó a Cirene aquella tierra africana en la que podía cazar
animales salvajes, y destinó otras Ninfas para su séquito. Después nació
su hijo Aristeo. También él, como el otro hijo de Apolo, Asclepio,
tendría el poder de curar. Las Musas le educaron para la profecía y para
la miel. (págs. 141, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).
APOLO, CREÚSA, IÓN (DEVOTO DEL TEMPLO)
Cada
día, con las primeras luces, Ión comenzaba a barrer delante del templo
de Apolo en Delfos. Recogía los restos de los sacrificios, observaba a
las rapaces planeantes del Parnaso y las amenazaba con su arco antes de
que picotearan los tejados dorados. Preparaba cuidadosamente frescas
guirnaldas de olivo, echaba cubos de agua fresca en el suelo del templo.
Era un trabajo que le gustaba, una tarea humilde y solemne. Todo debía
parecer intacto cuando la multitud de consultantes y de visitantes
comenzara a agruparse en los peristilos del santuario. Aquella sede del
vaticinio agarrada a las rocas era todo lo que Ión había visto del
mundo. Y allí pensaba que permanecería siempre, como en un perpetuo
orfanato. En el fondo sólo vivía porque la Pitia, un día, justo a esa
hora temprana, había encontrado una cesta en los jardines del templo y,
por extraña benevolencia, la había recogido. Por extraña benevolencia,
el dios había permitido que el niño creciera jugando entre los altares. Y
después le habían convertido en el guardián del tesoro de Apolo. Nada
sabía de su padre ni de su madre, era menos que un esclavo, un nada hijo
de nadie, pero al mismo tiempo reconocía en Apolo a su padre y en la
Pitia a su madre. Sentía que sólo a ellos debía la vida. El resto no
importaba, y casi no existía. Joven, puro, devoto, sonriente, acogía a
los visitantes, mostraba los lugares y las ceremonias. Pero la hora más
hermosa era aquella silenciosa de la mañana, cuando barría y limpiaba, y
entretanto miraba a su alrededor.
En
Delfos jamás estaba a solas: centenares de figuras esculpidas y
pintadas le rodeaban por todos lados. Ya las conocía una a una y podía
contar todas sus historias. Heracles, los Gigantes, Atenea, el tirso,
las Gorgonas... Reflexionaba sobre aquellas luchas, aquellas fugas,
aquellos monstruos, aquellas armas, aquellos abrazos, aquellas
emboscadas. Reflexionaba sobre los dioses, y con nadie hablaba. Los
visitantes le contaban los hechos terribles que acaecían en el mundo,
aquel mundo que él jamás había visto. Pero Ión escuchaba con una leve
sonrisa, y pensaba que ya conocía aquellos hechos. Todos ellos eran
repeticiones de alguna de las historias mudas y representadas que le
rodeaban, repeticiones anodinas respecto de los frontones inundados por
la primera luz. Y tal vez incluso menos malignas. Un cisne se estaba
acercando al altar. También él buscaba las migajas de los sacrificios.
Ión lo echó, sin dejar de sonreír, le dijo que se fuera a Delos. En
Delfos todo debía estar fragante, sin rastros del desgaste que el hombre
lleva consigo, sin huellas en el suelo, como el Parnaso en el alba,
inviolado.
Después
volvió a pensar: ejemplo y modelo de cualquier mal son los dioses, y es
injusto censurar a los hombres si imitan acciones que los dioses han
cometido antes que ellos. Su juego mental predilecto consistía en
reconstruir con la máxima precisión la lista de los estupros atribuidos a
Zeus y a Posidón. Siempre había alguno que se le escapaba. E Ión reía
para sus adentros. No sabía que él mismo formaba parte de esas
historias, no sabía que era el fruto de uno de esos estupros, pero
realizado por Apolo, el dios que Ión consideraba su verdadero padre, y
que era su verdadero padre.
De
mano en mano, de generación en generación, se transmitía la cadenilla
de Erictonio, reliquia augusta de la casa reinante de Atenas. Cuando
Erecteo la regaló a Creúsa, la hija la ciñó a su muñeca, como un
brazalete. Sobre sus blancas muñecas se cerró la mano de Apolo, un día
que Creúsa recogía azafrán, a solas, en las laderas septentrionales de
la acrópolis. Del dios apenas vio el brillo de la cabellera. Algo de
aquella luz continuaba en las flores de azafrán que Creúsa había
recogido en el pliegue del peplo, sobre el vientre. Creúsa gritó: “¡Oh
madre!”, y fue el único sonido mientras Apolo la arrastraba hasta el
antro de Pan, un poco más arriba. El dios jamás soltó la presa de las
muñecas de la muchacha. Creúsa notaba cómo los eslabones del brazalete
se le hundían en la carne. Apolo la tendió en el suelo a oscuras, y le
abrió los brazos en cruz. Fue su amor más violento y más rápido. No hubo
palabras ni gemidos.
Cuando
Apolo desapareció, Creúsa permaneció inmóvil en la oscuridad, herida,
con el deseo de herir al dios. Se juró que nadie lo sabría. Meses
después, parió a solas en el antro, en el punto exacto donde el dios la
había poseído con los brazos abiertos en cruz. Después fajó al pequeño
Ión y lo colocó en un cesto redondo encima de un bordado que había hecho
de pequeña: una cabeza de Medusa, con las facciones todavía imprecisas,
torpes. Los gritos del pequeño mientras las rapaces y las fieras se
acercaban para devorarle era la única voz que podía llegar al dios
odioso, impasible, absorto en tocar su lira; era el único ultraje del
que Creúsa disponía para imitar el ultraje de sus “amargas nupcias.”
Apolo
el Oblicuo trazó trayectos enrevesados para la vida de Creúsa y de Ión.
Consiguió que la madre y el hijo sólo se reconocieran después de que la
madre hubiera intentado matar al hijo y el hijo a la madre. Para matar a
Ión, Creúsa había recurrido a la gota mortal de la sangre de Medusa,
que seguía guardada en su brazalete. Pero la gota había caído al suelo y
sólo había matado una ávida paloma. Para matar a Creúsa, Ión se
disponía a violar la ley sagrada que protege las súplicas. Pero su
devoción seguía deteniéndole la mano. Aplastada contra el altar de
Apolo, Creúsa esperaba la muerte a manos del hijo, en quien seguía
viendo un desconocido guardián de Delfos. Entró la Pitia. Llevaba en la
mano un cesto. Lo abrió, y sacó de él, entre las vendas y los mimbres
que el moho no había atacado, un torpe e impreciso bordado infantil
donde la cabeza de Medusa aparecía en el centro de un trozo de tela
ribeteada de serpientes como la égida.
Entonces
la madre reconoció al hijo. Ión ya podría ser rey de Atenas. También
él, como Erictonio, había reposado junto a la cabeza de Medusa. También
él había sido envuelto por la égida.
Claro que esa vez no había sido la égida entibiada por el pecho de
Atenea, sino un trozo cualquiera de tela bordado por la mano de una
niña. Pero también esto correspondía al curso del mundo. Un blasón único
e insostenible por su intensidad iba expandiéndose en múltiples copias,
esculpido en los frontones de los templos o recamado en un chal. Y al
expandirse se extenuaba. También los dones divinos sufrían el paso del
tiempo, oscureciéndose: en el brazalete que Creúsa seguía llevando en la
muñeca, la gota de la muerte había sido desperdiciada, y la gota de la
vida, la que contiene “los alimentos de la vida”, había sido olvidada.
Nadie se preocupó jamás de utilizarla. Entonces Ión y Creúsa pensaban en
algo distinto: pensaban en las cosas divinas, que siempre son de algún
modo tardías, “aunque no impotentes en su cumplimiento (télos)”.
32. A APOLO PITICO (Himnos Homéricos III, 179ss.)
Oh
Señor, tuya es Licia y la amable Meonia y Mileto, ciudad encantadora
junto al mar, pero es en Delos donde reinas como en propia morada.
El
hijo glorioso de Leto marcha a la rocosa Pito, tocando su cóncava lira y
cubierto de divinas vestiduras perfumadas y, al toque del áureo
plectro, resuena melodiosamente su lira. Entonces, rápido como el
pensamiento, vuela de la tierra al Olimpo, a la casa de Zeus, para
reunirse con los demás dioses; apenas llegado, los dioses inmortales
sólo atienden a la lira y al cántico y, unidas todas las musas, cantan a
coro con hermosa voz los dones sin fin de que gozan los dioses y los
dolores de los hombres, todo lo que sufren a mano de los dioses
inmortales, y cómo viven sin sentido y sin esperanza sin hallar remedio a
la muerte o defensa contra la vejez.
Entre
tanto, las Gracias, de hermosas cabellera, junto con las benévolas
horas, danzan al compás con Armonía y Hebe y Afrodita hija de Zeus,
tomándose unas a otras de la mano. Y entre todas esbelta y vigorosa,
hermosa y de semblante admirable, canta Artemis, la que gusta de lanzar
sus flechas, hermana de Apolo. Juegan con ellas Ares y el matador de
Argos, el de aguda mirada, mientras Apolo hace resonar su lira
diestramente y avanza con majestad irradiando esplendor en torno suyo. Y
todos, hasta Leto, la de cabellos dorados, y el prudente Zeus, se
alegran en sus corazones augustos mientras observan a su hijo amado que
toca entre los dioses inmortales.
¿Cómo
podré yo cantarte, aunque nadie mejor que tú para ser tema de mi canto?
¿Te cantaré como cortejador, insigne en los campos del amor? ¿Diré que
cortejaste a la hija de Azán junto con el dorado Isquis, hijo de Elacio,
jinete hábil, o con Forbas, nacido de Tríops, o con Ereuteo, o con
Leucipo y la esposa de Leucipo... tú a pie, él con su carro, pese a lo
cual no pudo alcanzar a Triops. ¿Habré de cantar, por el contrario, cómo
al principio recorriste la tierra buscando un lugar donde los hombres
escucharían tu oráculo, oh Apolo, que lanzas a lo lejos tus flechas?
Hasta Pieria descendiste primero del Olimpo y recorriste la arenosa
Lecto y Enienas y el país de los Perrebos. Llegaste a Yolco y pusiste el
pie en Ceneo de Eubea, famosa por sus barcos; te detuviste en la
llanura lelantina, pero no agradó a tu corazón poner allí un templo con
su bosquecillo...
Y
seguiste caminando, oh Apolo, que lanzas lejos tus flechas, y llegaste a
Onquesto, hermosa arboleda de Poseidón. Allí el potro recién domado,
exhausto después de arrastrar el carro, recobra el aliento, y el auriga
diestro salta del carro y se va caminando...
Marchaste
luego a Telfusa, lugar grato al parecer para levantar allí un templo y
plantar un bosquecillo. Te acercaste y le dijiste: “Telfusa, aquí deseo
hacer un templo glorioso y poner un oráculo para los hombres, y ellos
traerán aquí espléndidas hecatombes perfectas, los que viven en el rico
Peloponeso y los de las islas de Europa, circundadas de olas, cuando
vengan en busca de oráculos. Y yo les daré todos los consejos que no
pueden fallar, y les daré respuesta en mi templo espléndido.”
Así
hablo Febo Apolo, y echó los cimientos, anchos y largos. Pero cuando
Telfusa lo vio, se entristeció y dijo: “Febo, señor, que de lejos
viniste para afanarte, una palabra de consejo quiero dirigir a tu
corazón, ya que estás resuelto a levantar aquí un templo glorioso que
sea un oráculo para los hombres, al que acudirán trayendo hecatombes
perfectas en tu honor; hablaré, y tú acoge mis palabras de corazón. El
trotar de los veloces caballos y el ruido de las mulas abrevando en mis
manantiales sagrados terminarán por enojarte, mientras que los hombres
gustan más de contemplar los carros bien hechos y la carrera de los
veloces caballos que tu gran templo y los ricos tesoros guardados en él.
Pero si te dejas convencer por mis palabras, pues tu, señor, eres más
fuerte y poderoso que yo, y tu vigor es mucho, construye tu templo en
Crisa, bajo los claros del Parnaso, donde ningún carro hará oír su
estruendo ni se escuchará el ruido de los caballos de veloz carrera
cerca de tu bien proporcionado altar. De este modo, las tribus gloriosas
de los hombres te llevarán sus dones como Yepeón (sanador) y recibirás
complacido abundantes sacrificios de los pueblos que moran en torno.”
Así habló Telfusa, de forma que ella sola, y no el que dispara a lo
lejos sus flechas, tuviera allí su sede famosa. Y logró persuadir al que
dispara sus flechas a lo lejos.
Entonces
marchaste, oh Apolo, que lanzas a lo lejos tus flechas, y llegaste a la
ciudad de los orgullosos flegias, que moran sobre la tierra en un
placentero claro junto al lago Cefiso, descuidados de Zeus. Y luego
llegaste a Crisa, bajo el Parnaso nevado, colina vuelta hacia poniente.
Sobre ella se deja caer desde lo alto un escarpe, mientras que por
debajo se extiende un claro fragoso y cóncavo. Allí decidió el señor
Febo Apolo erigir su maravilloso templo, y dijo:
“En
este lugar estoy resuelto a levantar un templo glorioso que sea oráculo
para los hombres, que traerán siempre aquí hecatombes perfectas, los
que viven en el rico Peloponeso y los de Europa y de todas las islas
rodeadas de olas, que vendrán a consultarme. Y yo les daré todo consejo
que no puede fallar, respondiéndoles en mi templo suntuoso.”
Cuando
hubo dicho todo esto, Apolo echó los cimientos, anchos y largos, y
sobre ellos pusieron los hijos de Ergino, Trofonio y Agamedes, amados de
los dioses inmortales, un plinto de piedra. Y las tribus incontables de
los hombres construyeron todo el templo de piedra blanca, cuya gloria
se cantará por siempre.
Pero
había cerca un manantial que fluía placentero; allí el señor hijo de
Zeus, con su fuerte arco dio muerte a la gran serpiente engreída,
monstruo fiero acostumbrado a causar daño a los hombres en la tierra, a
los mismos hombres y a sus ovejas de finas canillas, como un azote
sanguinario. Fue ella la que en tiempos recibió de Hera, la que se
sienta en trono dorado, y crió a Tifón, feroz y cruel, que habría de ser
un azote para los hombres. Hera lo había incubado por enojo contra
Zeus, cuando el hijo de Cronos incubaba a la gloriosísima Atenea en su
cabeza...
Aquel
Tifón solía causar grandes estragos entre las tribus famosas de los
hombres. Todos cuantos iban a dar con la serpiente eran arrebatados y
perecían desdichadamente, hasta que Apolo, el que maneja la muerte de
lejos, le lanzó una fuerte flecha. La serpiente desgarrada por agudos
dolores, cayó dando grandes boqueadas y retorciéndose en aquel lugar. Un
fragor horrísono, que no hay palabras para describir, retumbó mientras
ella se revolcaba por todo el bosque. De este modo exhaló la vida con su
sangre. Entonces Febo Apolo exclamó con orgullo:
“¡Púdrete
ahora sobre la tierra que alimenta a los hombres. Ya no vivirás más
para ser ruina mortal de los humanos que comen los frutos de la tierra
nutricia, y que traerán aquí hecatombes perfectas. Contra la muerte
cruel no te valdrán ni Tifón ni la tristemente famosa Quimera, sino que
en este lugar te harán pudrir la Tierra y el brillante Hiperión.”
Así
habló Febo, orgulloso sobre su víctima, y la oscuridad cerró sus ojos. Y
el sagrado vigor de Helios hizo que sus despojos allí se consumieran.
Desde entonces se llama Pitón aquel lugar, y los hombres se dirigen a
Apolo con un nuevo epíteto, el de Pítico, porque allí el poder de Helios
y sus dardos hizo que el monstruo se consumiera.
Vio
entonces Apolo que la fuente de suave manar le había engañado, y se
volvió lleno de ira contra Telfusa; se acercó a ella y le habló:
“No
habrá de ser para ti este lugar amable porque hayas extraviado mi mente
ni harás correr aquí tus claras aguas. También resonará aquí mi fama,
no sólo la tuya.”
Así
habló el señor, Apolo, el de grandes obras, y lanzó sobre ella un risco
con una lluvia de piedras que ocultaron sus corrientes, y levantó para
sí un altar en medio de un bosque, muy cerca de las claras aguas. En
este lugar imploran los hombres al excelso con el nombre de Telfusio, ya
que humilló la corriente de la sagrada Telfusa.
Cf. también nº 139, 304.
M. ELÍADE (Hist.de las Cre. y de las Id. Rel. IV)
apothayat. aplastó (C. 10º, Cap. 4, V. 8).
apovāha. robó (C. 4º, Cap. 19, V. 11).
Apoyo. Lo
que sirve de base y fundamenta la veracidad de la «cosa» para aquel que
no conoce en absoluto, por captación directa, al Causador Universal.
«El
mundo visible es el punto de apoyo para elevarse al mundo del Reino
Celeste y el «recorrido de la vía Derecha» consiste en esta ascensión»
(Ghazâli, El Tabernáculo de las Luces) (Dicc. De la Santa Tradicción, Padre Henri Stéphane)
APPAR
(600-655). Santo shivaita indio. De profundas convicciones religiosas
profesó la fe jainista, pero habiendo sido curado milagrosamente de una
enfermedad se convirtió en ardiente devoto de Śiva, componiendo
plegarias religiosas y fina poesía en su honor. Vivió una vida simple y
es considerado una de las grandes figuras del shivaismo, recibiendo el
apodo de Tirunavukkarasu (rey santo de la oración). Se dice que compuso 49.000 sílabas de himnos de los cuales se conservan 311.
Appar.
A Tamil poet who belonged to a vast number of the Shaivite religious
character which marks Tamil literature from the seventh century. It has
been suggested that he was perhaps the most ardent of the group of
Nayanars or Shaivite saints who claimed an exclusive faith in Shiva and
set aside all religious practices and all texts. The following excerpts
are from Kingsbury and Phillips, Hymns of the Tamil Shaivite Saints.
(The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
A Confession of Sin
Evil, all evil, my race, evil my qualities all,
Great am I only in sin, evil is even my good.
Evil my innermost self, foolish, avoiding the pure,
Beast am I not, yet the ways of the beast I can never forsake.
I can exhort with strong words, telling men what they should hate,
Yet can I never give gifts, only to beg them I know.
Ah! wretched man that I am, whereunto came I to birth?
The Presence of God
No man holds sway o'er us,
Nor death nor hell fear we;
No tremblings, griefs of mind,
No pains nor cringings see.
Joy, day by day, unchanged
Is ours, for we are His,
His ever, who doth reign,
Our Shankara, in bliss.
Here to His feet we've come,
Feet as plucked flow'rets fair;
See how His ears divine
Ring and white conch-shell wear.
He is ever hard to find, but He lives in the thought of the good;
He is innermost secret of Scripture, inscrutable, unknowable;
He is honey and milk and the shining light. He is the king of the Devas,
Immanent in Vishnu, in Brahma, in flame and in wind,
Yet in the mighty sounding sea and in the mountains.
He is the great One who chooses Perumpattapuliyur for His own.
If there be days when my tongue is dumb and speaks not of Him,
Let no such days be counted in the record of my life. (The Manurishi Foundation, Encyclopedic Dictionary of Hindu Terms).
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